Precaución: ¡pavimento mojado! Cuidado con el ego

Debo confesar, y no es un secreto entre mis allegados, que no me gusta viajar a la Ciudad de México. Por ello no me cayó en gracia, cuando el año pasado anunciaron que la capital del país sería sede del Tianguis Turístico México 2023. Por cuestiones de trabajo era probable que fuera al evento. Traté de no pensar en el asunto y pasaron los meses. Cerca de la fecha, me informaron asistiría. Naturalmente no me emocionó el viaje, al contrario, lamenté ser considerada. Son días ajetreados, de estar de pie durante horas y caminar mucho en el recinto donde se efectúa el evento. He acudido a otras ediciones y es una jornada intensa. Dentro de todo el ir y venir, disfrutas de la riqueza cultural, gastronómica, étnica y de tradiciones que tiene nuestro país y que son presentadas por los diferentes estados en los stands. Es una grata experiencia, a final de cuentas, aunque extenuante físicamente.

No es de mi total agrado la Ciudad de México porque es una megalópoli, me estresan sus largas distancias entre destinos, los asaltos a peatones, en coche o en el transporte público, el ruido incesante de las bocinas de autos, la cantidad de personas que cruzan al mismo tiempo una gran avenida en ambos sentidos y que chocan entre sí o se tienen que abrir paso para llegar al otro extremo. Y así podré mencionar otras características o defectos. No me gusta. Punto.

Antes de emprender el viaje, acudí con el médico. Hacía no más de 17 días que había sido sometida a un procedimiento en la columna por una hernia de disco. Me preocupaba surgiera el dolor o molestias fuertes en los días del Tianguis (de domingo a miércoles). El doctor me recetó medicamento para el dolor y me dio algunas recomendaciones. Me relajé en ese aspecto.

El viaje en avión resultó bien, llegamos y nos instalamos en un hotel relativamente cercano de la sede del evento.

El primer día del Tianguis, el lunes, nos trasladamos en Uber, que hizo unos 30 minutos en llegar; había algo de tráfico. Para el martes, segundo día, se tuvo dificultad en conseguir un Uber y el hotel proporcionó una unidad. Demasiado tráfico, hicimos unos 45 o 60 minutos en un tramo de alrededor de cuatro kilómetros. ¿Cómo le hace la gente que vive aquí para soportar tanto tiempo en medio de autos que avanzan lentos, se meten a la brava casi chocando, y del permanente ruido de bocinas? ¿Cómo aguantan invertir un buen de tiempo en las distancias hacia sus destinos? En fin, la jornada transcurrió más movida que el día anterior; caminé mucho dentro del extenso recinto.

Por la tarde, antes de que concluyeran las actividades, comenzó a llover intensamente. Terminaron nuestros compromisos laborales y salí, junto con dos compañeras, a buscar transporte para retornar al hotel. Había decenas de personas intentando también tomar transporte; seguía lloviendo, pero con menos fuerza.

No había taxis, ni transportes, ni siquiera Ubers disponibles. Algunos de los asistentes formaron una fila para abordar unidades de alquiler, que nunca arribaban, y la línea no avanzaba. Regresamos dentro para pasar el tiempo; alguien nos comentó que encontraríamos taxis dentro de unas cuatro horas; las precipitaciones armaron un caos en la ciudad o al menos en el sector donde nos encontrábamos. Al cabo de una media hora y al ver que aún había una multitud esperando transporte, decidimos hacer a pie el trayecto.

La más joven de las tres nació en la capital del país y tenía familiares viviendo ahí, por lo que estaba más acostumbrada al estilo de vida y peligros del lugar. Era de noche ya, aunque no era tarde. Estoy acostumbrada a caminar, me gusta hacerlo en mi vida diaria; sólo que ahora las cosas eran distintas: por las dolencias de mi columna y más por el suelo mojado, y por el riesgo de sufrir un asalto. Emprendimos la caminata.

Era hora «pico» (aunque en la Ciudad de México a todas horas es hora “pico”), hileras de vehículos a vuelta de rueda y los claxon sonando, frenéticos. Las precipitaciones habían cesado. Lo bueno es que tomaríamos sólo una avenida que nos llevaría directo a nuestro destino; lo supimos porque la chica puso el google maps. Pensamos que sería fácil.

Las tres portábamos tenis, así que teníamos esa ventaja en la caminata. Platicamos y ahí una de ellas compartió que tenía 18 tornillos en su columna, por eso la más joven le ayudaba a subir y bajar banquetas, y le advertía de baches en el pavimento o de huecos en las banquetas. Yo también iba atenta a esos desafíos, no quería caerme. Parecía sencillo el trayecto, pero de pronto nos topábamos con banquetas estrechas de no más de un metro de ancho y con barandal y justo en contra venían hombres con mochilas a la espalda; agarrábamos las bolsas y mochilas y nos manteníamos alertas. La joven miraba continuamente hacia atrás, yo también echaba vistazos, desconfiaba de todos. Parecía hecho adrede, pero prácticamente todos los transeúntes que nos topamos eran varones. ¿Qué las mujeres no caminan en las calles en la Ciudad de México?

En nuestro andar nos cuidábamos de no caer, de no ser asaltadas y de no perdernos (hubo un momento en que se nos hizo eterno el regreso y dudamos de si íbamos por la ruta correcta, ya que no era recta, había curvas, puentes peatonales, intersecciones con otras calles y avenidas, etc.). De pronto sirenas de ambulancia resonaban en nuestros oídos, y la unidad no avanzaba debido al congestionamiento vial.

Lo bueno es que estamos en la Ciudad de México y no en el Estado de México, pensé mientras caminaba. Años atrás una conocida mía comentó que dicha entidad era más peligrosa que la misma capital, que allá era donde ocurrían más los asaltos y otras incidencias de inseguridad. Avanzamos unas cuadras y de un puente vehicular sobresale un espectacular que da la bienvenida al Estado de México. ¡¿Qué?! Unos metros más y otro letrero indica que estamos en ¡Naucalpan!. Ni idea de que el hotel se ubicaba en ese municipio y estado. Me puse más nerviosa (lo disimulé, claro); mis compañeras permanecieron ecuánimes. La conversación entre nosotras se mantenía, a momentos había silencios por mirar dónde pisábamos y cuidarnos las espaldas, literal y en los dos sentidos. Pasamos por puestos de comida y de revistas y periódicos, éstos últimos ya cerrando, pues ya eran casi las ocho de la noche.

Seguíamos avanzando, a veces bajábamos a la calle por lo estrecho de las banquetas, había rampas y las bajamos o subimos con precaución para no caer; a nuestra izquierda se divisaban bocalles o vías sumamente estrechas y al fondo oscuridad, daba miedo de tan sólo pensar en transitar por ahí. Esquivamos charcos y algunos coches para alcanzar el otro extremo de las vialidades. Olía a humedad, era una noche fresca y agradable; aspirar ese aire nos infundía más brío para continuar adelante con el ritmo apresurado de nuestros cautelosos pasos y nos mantenía optimistas de llegar ya.

Al fin a unos 30 metros de distancia vimos el anuncio con el nombre del hotel, pero antes debíamos cruzar una calzada con árboles y decidir si tomar por atrás del inmueble, por donde solía ir el Uber por razones del sentido de la vialidad o por el frente; había una pared pegada a la vía y debíamos acercarnos más para valorar si era posible su tránsito por esa parte. Si bien la calle trasera estaba iluminada, lucía solitaria y un tanto lúgubre, dudamos si era pertinente pasar a pie.

Cruzamos la calzada y nos percatamos que sí podíamos seguir derecho, una pequeña banqueta era la salvación y nuestro camino directo a lugar seguro. Pasamos solamente una curva que nos escondía la fachada del hotel, la cual se encontraba al fondo tras varios metros de estacionamiento por el frente, es decir, no se observaba a simple vista, por las paredes laterales que cubrían el edificio de unos 10, 12 pisos. Pasamos la tarjeta de seguridad por el censor y el hotel abrió sus puertas, entramos y suspiramos hondo, aliviadas, exhaustas. En el elevador, la joven dijo: “Hilda y luego tú llamabas mucho la atención”. Ella: ¿Por qué? (incrédula). Porque eres rubia y mira, todas esas joyas que traes, le espetó. Sí, la verdad, sí, intervine. Las tres reímos mientras el ascensor subía.

Más de 19 mil pasos marcó el contador de pasos de mi celular al ingresar a la habitación; me senté en la cama y retiré el calzado, me recosté unos minutos. Me di un baño caliente, rápido; salí y me dispuse a escribir este relato. La ducha no sólo me relajó, neutralizó la adrenalina de los cuatro kilómetros de odisea urbana que esa noche vivimos o padecimos, más bien. Y es que yo entrenaba box como actividad física, antes de que surgiera el problema de mi columna y el médico recomendó no retomar la disciplina, la cual había interrumpido hacía unos meses, precisamente por las dolencias lumbares, y que dicho sea de paso, provocó aumentara de peso.

Aquella noche me sentía doblemente vulnerable, por un lado, al caminar por el asfalto mojado y, por el otro, en cuanto a cómo poder defenderme a toda mi capacidad ante un posible robo. Al final caes en la cuenta de que sólo fueron miedos infundados, y de que estoy a escasos meses de cumplir el medio siglo de edad y ya no es lo mismo. Si bien nunca me he sentido de esa edad por la condición física y agilidad que tenía gracias al box y a mi actitud alegre y jovial, esa noche húmeda de finales de marzo en una ciudad tan grande y abrumadora como la de México, con mis recientes y aún no asimilados achaques físicos, caminé, por primera vez (lo digo con pesar y con risas a la vez), como toda una señora de 50 años. E4

Monclova, Coahuila, 1973. Licenciada en Comunicación por la UAdeC. Desde 1996 ha trabajado como reportera en radio, prensa y el sector público. Premio Estatal de Periodismo en el 2000 y en 2005, además de Premio Estatal por Trayectoria Periodística de 25 años. Obtuvo Mención Especial en el «Primer Certamen Literario Internacional de la Fundación SOMOS» año 2015, de EE.UU. Sus fotografías han sido publicadas en medios locales, en el periódico español El País y en la revista Hispanic Culture Review. Colabora en Espacio 4 desde 2013.

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