En periodos ordinarios no existen gobiernos cortos ni largos, sino los señalados por las Constituciones general o local, según el caso. En cuanto a aprobación y resultados, todo depende del cristal con que se mire. Desde esa perspectiva, los gobiernos son más o menos tolerables, peores o mejores. Pocos son dignos de memoria. En cambio, los hay que se desfondan a medio ejercicio, apabullados por el repudio ciudadano y su propia incompetencia. El caso más próximo es el de Enrique Peña Nieto. La Casa Blanca, la violencia, las masacres en las que participaron fuerzas federales, la desaparición de ciudadanos y estudiantes (los 43 de Ayotzinapa) y la corrupción generalizada convirtieron al «salvador de México», de la portada de Time, en villano.
Andrés Manuel López Obrador subió a México a la montaña rusa. Los altibajos y las revueltas son la constante. El derrotero lo anunció en su toma de posesión al advertir que la tercera alternancia no sería cosmética, un simple cambio de gobierno como lo fue entre el PRI y el PAN, sino de régimen, apoyado por más de 30 millones de votos. Desvincular al poder económico del político, entre los cuales, a partir del sexenio de Salinas de Gortari, dejaron de existir fronteras; exhibir la corrupción —sin atacarla a fondo y sin tintes partidistas todavía— y afrontar a los preferidos del sistema —intelectuales, grandes medios de comunicación y a la «comentocracia»—, sacudió al país por la cancelación de privilegios y los intereses afectados.
Para regocijo de los sectores anti-AMLO y pesar de su adictos, el Gobierno de la Cuarta Transformación terminará el 30 de septiembre, dos meses antes de completar el sexenio. La reforma política de 2014 tuvo por objeto acortar el plazo entre la elección presidencial y la toma de posesión. Seis meses eran demasiados y cuatro aún lo son, pues en la mayoría de las democracias el cambio de Gobierno ocurre unas semanas después de las votaciones. En México era de medio año debido a la judicialización de los procesos. Acortarlo a cuatro meses es un avance. El sucesor de AMLO asumirá el 1 de octubre de 2024 y entonces se volverá a los sexenios completos.
La cuenta atrás de López Obrador empezará este 1 de diciembre. Para Peña y sus predecesores del PAN, Felipe Calderón y Vicente Fox, el cuarto año significó el declive. Sin embargo, para el líder de la 4T la curva será menos pronunciada. Contar con mayoría en el Congreso —ventaja que no tuvieron los cuatro últimos presidentes— le ayudará a empujar su agenda. La reforma energética es clave para AMLO, pues le permitirá recuperar la rectoría del Estado y poner a raya a la inversión privada. La experiencia española de altas tarifas eléctricas y los pobres resultados de la cumbre climática de la ONU en Glasgow juegan a su favor. Además tiene ganado el debate mediático por la falta de sustento social de la reforma de 2013 negociada por camarillas.
A pesar de su parsimonia, belicosidad, falta de resultados y múltiples yerros, López Obrador no solo es el jefe de Estado y de Gobierno más popular de los últimos tiempos, sino también el más legitimado, con mayor peso regional y habilidad para sortear la relación con los Estados Unidos. Las oposiciones habían lidiado con presidentes débiles, sin autoridad y atenazados por la corrupción y la impunidad. Asociarse con Peña Nieto en el Pacto por México anuló al PRI, PAN y PRD y los divorció de la ciudadanía. La coalición para enfrentar a AMLO en las coaliciones intermedias, auspiciada por un líder empresarial tanto o más mesiánico, representó otro fracaso. En esas circunstancias, difícilmente habrá alternancia en las presidenciales de 2024.