Mejor estudia. ¡No leas!

La lectura, en palabras de Jorge Luis Borges, debe ser una de las formas de la felicidad, pero la sociedad y la educación a menudo la relegan a una simple obligación, ignorando su poder para enriquecer el pensamiento y la vida cotidiana

Periodista: ¿Usted lee?

Púgil argentino: Y, si hay que leer, leo.

Adolfo Bioy Casares, De jardines ajenos.

Que todos leemos. Sí. Hasta el analfabeto. Tan sencillo como que de los cómics aprendía a leer una mujer septuagenaria inmigrante, sin haber pasado por una escuela. Luego, guiada por una lupa susurraba lentamente las letras para darle forma a las palabras. Y saltaba de alegría en su sillón de alambre mullido cuando completaba la frase, un cuarto de hora después de haber iniciado. Cómo la música, que nos llega desde niños, leemos. Si luego sabemos diferenciar las notas será otra cosa.

Pero ¿por qué leer?

La anciana, aún en los finales de sus días, se entretenía en descifrar y darle razón de ser a las imágenes de las historietas. Y para ello necesitaba entender las palabras. Pero, así y todo, en ese afán por no ser menos sino parte de un mundo que encuentra en la lectura su espacio de integración, quienes deciden hacer de ella una vocación de vida se traducen en minoría. Y como en toda minoría, sufren el aislamiento, la discriminación, la agresión. Obligada a mutar en el grano prietito del arroz. Una mayoría silenciosa y conservadora, avergonzada de que la pillen, tiene a la lectura como una herramienta de aprendizaje de paso. Les dice más un martillo que un libro [1]. La desechan, aunque desde cierta vergüenza que da saber su incorrección. Y le causa escozor aceptarlo, hasta cuándo debe responder esa pregunta maligna típica de los resúmenes de fin de año: ¿cuántos libros ha leído en 2024? Donde en unos hay búsqueda de verdad, conocimiento, hallazgos, hábitos, entretenimiento, consuelo; en los otros no hay más que aburrimiento, conformismo, obligación, haraganería [2]. Por qué, si la lectura otorga la posibilidad de la superación y el alcance de otros estadios personales —formación, apertura mental, espíritu crítico, cultura, la existencia misma—, acaba apartada y sesgada para siempre por esa mayoría que acicatea con el cuchillo entre los dientes: «Mejor estudia. ¡No leas!». Que se queja si le proponen leer libros en verano —un intento por abrir la curiosidad—, como si la lectura fuera la obligación de cargar bolsas más pesadas que su propio cuerpo. Bien les cabría responder con Jorge Luis Borges: «La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz».

Quizá la respuesta la encontremos en la educación. La lectura de fondo, es decir la literatura, se contempla desde allí como sinónimo de esparcimiento, un espacio vago entre cultura y entretenimiento, que se aplica al momento del descanso y el ocio, pero nunca como parte intrínseca de la vida diaria que tendrá el alumnado en el futuro. Como el tubo de ensayo es necesario para el científico, la plomada en el albañil o el entrenamiento en el deportista. Es el patito feo ante la obligatoriedad de las matemáticas, la geometría, la biología o el derecho. La materia que cierra el día de actividades, cuando los alumnos cansados están más atentos a cerrar su jornada que a tomarse aquello en serio. Desde la educación, la lectura que sea ajena a los manuales y las fórmulas de la química y los teoremas se articula como memorizaciones, ausencia de pasión, lenguaje vetusto, incapacidad de ver el presente en un Cervantes, un Ariosto y su Octava de Orlando Furioso, un Dickens o un Flaubert. La búsqueda de un número que calificará para el siguiente grado, y escasamente un aprendizaje. Sin saberlo esas mayorías que prejuician sobre los libros, están más cerca del pensamiento de D. W. Griffith, padre del cine moderno, que afirmaba su convencimiento de que ya los niños no aprenderían de los libros sino de las imágenes animadas. Bueno sería acercarnos a la utopía, si de encontrar alternativas se tratara, del pensamiento del británico John Ruskin, quien en el siglo XIX alentaba a que los campesinos fueran adiestrados en el ejercicio del libro en lugar de las bayonetas, en tener «ejércitos de pensadores en lugar de asesinos».

La abuela que aprendía a leer, y no tenía más pretensiones que al menos dejar la vida con algún libro que pudiera completar de principio a fin, sabía que allí estaba la frontera entre saber e ignorancia. Leemos para salir de la ignorancia e incorporamos a un mundo de descubrimientos. Que, así como nos ayudan a explicar la existencia, nos hacen adictos a saltar de una página a otra como de un texto a otro —tenga formato de libro, cuadernillo, copias engargoladas, hojas sueltas o letras digitales—, y nos sumergen en historias, momentos, ideas que nos hacen sentir como propias. Si algo logra un buen autor es que nos identifiquemos con sus contenidos como si los asumiéramos o por el contrario lo rechazamos, odiamos, criticamos o nos quitamos de encima con un cierre del texto anticipado. Siempre estará la alternativa de darnos una nueva oportunidad. O dársela al autor [3].

Quién puede negar que las lecturas nos hacen mejores tomadores de decisiones. En esa mezcla de la ficción, el relato o la información, el lector es alguien que conoce su tiempo, enriquecido por la lectura, aún y cuando desde la vereda de los no lectores se haya creado el mito de que se abstrae —lo cual no deja de tener cierta certeza— y supuestamente desconoce de la calle, la cotidianidad de las tragedias del mundo, las injusticias del político y los economistas o cómo una aplicación de celular nos conecta con la música regional oaxaqueña.

El lector imagina. Recrea en su mente aquello que el autor le transmite y que no es más que las carencias propias no pueden plantear en un texto. Hallar lo que le resulta invisible, dice Nuccio Ordine. Es un diálogo con el descubrimiento de aquello que hubiésemos querido ser [4]. Pero ese lector bien podría escribir otras historias e imaginaciones, y ahora no sería el lector sino el autor en busca de otros que se asuman como él. La calidad en transmitirlo marcará la diferencia. Aprender y diferenciarse de los autores clásicos que perduran por épocas y después de muertos aún nos sigue enseñando el mundo, de aquellos que nos muestran la actualidad o de los que esperamos que algún día lleguen para contarnos lo que nunca hubiésemos imaginado. De los textos redescubiertos en segundas y terceras lecturas [5].

«Los lectores de libros que los usan para producir otros libros crecen más que aquellos a quienes les gusta leer libros, sin más», dice Ludmilla, personaje de Ítalo Calvino en Si una noche de invierno un viajero. Alguna vez el autor fue lector antes de contar sus propias historias. Y si bien no dejará nunca de serlo, sabe que para haber llegado a sentarse a producir cuatro cuartillas diarias, tuvo que haber sido un lector voraz que descubrió autores, halló tramas y personajes, entendió la métrica, copió ideas [6], sacó enojos y pasiones, apeló a la originalidad. Se hace autor porque se es lector. «La lógica es la misma que asegurar que para hacer una tortilla, lo primero es romper el huevo», grafica Haruki Murakami.

Ahora, ¿hay un lector que lee de verdad? De esos que se queman las pestañas, a tal punto que, como El Quijote, que de mucho leer y poco dormir, se le seca el cerebro y pierde todo juicio. Es más, ¿es necesario disponer de un lectómetro? Edith Wharton se preguntaba en un artículo que escribió en 1903 por qué debemos ser todos lectores. Creía en el lector nato que lo hace de forma tan inconsciente como el acto de respirar. Después ubicaba al lector mediocre que no podrá extraer los mejores pensamientos de un libro como lo hace el nato, aunque no lo consideraba una falta. Pero de quien sí abominaba era del «lector mecánico», que no lee creativamente, sino por obligación, atento a leer los libros de los que se habla para después etiquetarlo y guardarlos «en los cajones de los armarios de un geólogo». Además de que se atreve a comentar, criticar o alabar, decía. Wharton consideraba que ese lector nunca entendería que los libros hablan entre sí. Esto nos lleva a referir a Fernando Savater cuando dice que «leer es una forma de pensar», así como todo libro trae «una forma de conjuro y brujería» al alcance de unos pocos que son quienes lo entienden. Pero también los hacen peligrosos. Pensar, no es lo que todos quieren del otro. Por ende, el temor de que les queme las manos a algunos. Así el caso de la Inquisición que impidió por siglos la llegada de libros a América y que proscribió La Biblia, la confiscación del libro de Protágoras que cuestionaba a los dioses, la quema de textos durante el nazismo o la censura de los regímenes dictatoriales latinoamericanos.

Irnerio, otro de los personajes de Calvino, expresa con mejor sutileza por qué tantos lectores se pierden en el camino y sólo quedan los «nato», en palabras de Wharton. Irnerio se sorprende ante una pregunta de Ludmilla y asegura que no lee libros. Dice que es algo natural. «El secreto está en no negarse a mirar las palabras escritas, al contrario, hay que mirarlas intensamente hasta que desaparecen».

La lectura tiene un condimento de individualidad imprescindible. Y que asociamos a la soledad [7]. Así lo hace la abuela analfabeta. La soledad de disponer de nuestro tiempo como del momento para hacerlo, de confrontarnos con el texto y el autor —más allá de que una vez que se publica el lector se apropia de la obra—, de ilusionarnos al «oler a libro», de no tener intermediarios en el saber que se prodiga ni otro universo que el propio. Soledad para hallarnos equivocados, poner en duda las certezas. Para pensar y reflexionar. De llenar las carencias personales, asirnos a nuevas creencias, aparejarnos a las historias de otros. Para aumentar la graduación de los lentes cada año o maltratar el hueso iliaco por décadas. De transmitir a otros la luz que nos ofrece. Para explicarnos y en todo caso actuar. Para ser útiles y mejores, en tanto se pueda. Si la lectura nos lleva a esa metáfora del Quijote de alcanzar la locura por lo que hacemos, lo habremos hechos bien.

Notas

[1] Nuccio Ordine. «La utilidad de lo inútil en nuestras vidas». Ciclo BBVA/El País. Aprendemos juntos, 2019, en https://cutt.ly/8dQC34P

[2] «Nunca he llegado a tener afinidad ni a sentirme realmente cómodo con personas que no leen, o que nunca han leído. Para mí es un requisito esencial. De lo contrario echo en falta algo, amplitud de miras, noción de la historia, una sintonía compartida». James Salter, El arte de la ficción, Narrativa Salamandra, Barcelona, 2018.

[3] Algunos estudios intentan demostrar cómo es que algunos textos involucran al lector en la lectura y por lo tanto llevan al éxito a un libro. Rocío P. Benavente, «Lo que la ciencia sabe sobre cómo y por qué nos engancha una novela», Jotdown, julio 2018, en https://cutt.ly/Zdc9I1F

[4] «Los hombres no están contentos con su suerte —dice Mario Vargas Llosa— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito, nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho». Calvino, al hablar de los autores clásicos, aquellos que nos dejan algo por más antigüedad que tengan sus textos, dice: «Los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado».

[5] «El lector es como un río, nunca es el mismo. Lo que en el pasado nos pareció interesante hoy nos puede resultar insustancial, y lo que hoy nos aburre mañana nos puede conmocionar. Cada libro refleja un momento del escritor, pero también cada lectura la circunstancia emocional o intelectual del lector». Victoria González, «Leer a ciegas», Jotdown, marzo de 2017, en https://cutt.ly/WdWevvW

[6] «A escribir sólo llegarás de una forma: leyendo mucho, intensamente. No cualquier cosa, sino todo lo que necesitas. Con lápiz para tomar notas, estudiando trucos narrativos —los hay nobles e innobles—, personajes, ambientes, descripciones, estructura, lenguaje. Ve a ello, aunque seas el más arrogante, con rigurosa humildad profesional. Interroga». Arturo Pérez Reverte. Reproducido en «Material didáctico», Laboratori de Lletres, Barcelona, 2019.

[7] «Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos en mi experiencia, es el placer más curativo. Lo devuelve a uno a la otredad, sea la de uno mismo, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La lectura imaginativa es encuentro con lo otro, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos es imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la comprensión imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional».
Harold Blum. Cómo leer y porqué. Anagrama, Barcelona, 2000.

Bibliografía

Edith Wharton, El arte de la ficción, El Barquero, Palma, España, 2012.

Fernando Savater, Diccionario filosófico, Planeta, México, 1996

Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de escribir, Tusquets Editores, México, 2017.

Ítalo Calvino, Por qué leer a los clásicos. Tusquets Editores, México, 1994.

Ítalo Calvino, Si una noche de invierno un viajero, Siruela, Madrid, 2017.

Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Alfaguara, Barcelona, 2015.

Umberto Eco, Confesiones de un joven novelista, Lumen, México, 2011

Periodista especializado en elaboración, edición y gestión de contenidos en medios de comunicación. Premio Planeta de Periodismo 2005 por la coautoría del libro Con la muerte del bolsillo. Seis historias desaforadas del narcotráfico en México, y Premio Nacional de Periodismo por un reportaje de investigación. Coautor de El libro rojo en el FCE. Editor de la revista BiCentenario.

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