Rebeldías aplazadas

El divorcio entre expectativas y realidad impacta negativamente en el desarrollo profesional de los jóvenes, si a eso se suma que muchos viven inmersos en un mundo virtual, la situación se complica aún más

En las aulas se suele palpar aquello que para unos jóvenes no está bien. ¿Cree que el boleto de metro es barato?, preguntan en busca de una respuesta que confirme su percepción de la cotidianeidad: la vida se les hace cara, el trabajo poco accesible y sin paga equilibrada —ya no se diga justa—, trasladarse a sus cursos una derrama de tiempo onerosa e improductiva. Y estamos hablando de muchachos y muchachas que acceden a la educación, no de aquellos que están fuera de ese mundo, una mayoría —solo 10 de cada 100 jóvenes de sectores pobres acceden a la universidad y, sumando todas las capas sociales, apenas 18% concluye una licenciatura, según el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO)—.

Hace dos años, 400 de ellos, de entre 15 y 29 años, respondieron en una encuesta nacional de la Fundación SM que en 40% de los casos decían estar temerosos de cumplir las expectativas puestas sobre ellos en el entorno cercano y 56% sentían incertidumbre por su futuro. Tres de cada cinco jóvenes se quejaban, aún ya siendo mayores de edad, porque en casa, el trabajo o la calle quieren decirles qué hacer y cómo hacerlo. Eso hace que un tercio evita tomar decisiones por miedo a equivocarse.

Para el 56%, las crisis económicas, sanitarias y sociales que otros crean, les dificultan las posibilidades de elección. Otro estudio del IMCO, también de 2022, decía que «los jóvenes que ingresan al mercado laboral con un empleo informal tienen una mayor probabilidad de permanecer en condición de informalidad a lo largo de su trayectoria profesional».

El Grupo Manpower, dedicado a buscar talentos, dice que 65% de las empresas tienen dificultades para cubrir sus vacantes por la falta de capacidades para los puestos. En el sector tecnológico esto se da en ocho de cada 10 empresas. Ocurre también en las áreas de logística, transporte y automotriz. En mayo de 2024, otro trabajo revelado por la Universidad del Valle de México y Expansión, con vistas a la próxima presidencia del país, 76.4% de los jóvenes aspirantes a laborar, etiquetados como Generación Z o Generación de Cristal, decía que no había oportunidades, y 74.3% reclamaba por los bajos salarios.

En promedio, la mitad de ellos reciben 5 mil pesos al mes. Muy poco para hacer sus propias vidas. Cuando se les consulta por el salario que esperarían obtener, los sitúan hasta en 35 mil pesos. Hoy piden con razón por flexibilidad laboral, elección de horarios, trabajo en casa o más tiempo de vacaciones. En contraste, si a las empresas se les pregunta que esperan de sus jóvenes empleados, prefieren hablar de habilidades comunicacionales, empatía o adaptación a los cambios en la organización empresarial, pero en nada se acercan a las necesidades de ellos.

Una síntesis de tantos síntomas de indefensión puede decir que los adultos les empeoramos las cosas. Ni hay perspectivas de crear una formación que les permita incorporarse a las nuevas condiciones del mercado de trabajo, ni hay disposición a otorgarles salarios acordes con la formación, así como tampoco flexibilidad para insertarse con comodidades que aporten a su productividad. Los reclamos no median de diferencias sustantivas con lo que se reclamaba hace dos, cuatro o seis décadas. Solo la adaptación a estos tiempos incorpora nuevas demandas: flexibilidad horaria y de espacios de trabajo, protección ambiental, mayores tiempos de descanso. Pero no parece tampoco que las nuevas aspiraciones obtengan respuestas positivas. Si en el pasado se podía batallar para que la organización venciera al tiempo y así quebrar las resistencias a sus peticiones, hoy la individualidad abrumadora se decanta en frustración y derrota. Llegado el hartazgo, en caso de que se dé, quizá se transforme en desesperación, entonces habrá esperanzas para transformar lo que arriba de ellos se minimiza como rebeldías de juventud.

El mundo allá afuera

La historia me la relató un amigo psicoanalista. Un niño de 11 años —para él ya un adolescente—, le llegó un día a su sesión de terapia con la tarea hecha aunque no se la había solicitado. Le tengo todo listo para que se vaya a Grecia, lo sorprendió en respuesta a una conversación anterior donde este amigo le comentó en su proceso de inducción de la terapia que le gustaría conocer ese país. Con las apps le tenía resuelto las ciudades y museos que visitar, cómo obtener costos de entradas más baratos y el mejor horario para adquirir el boleto de avión económico. También le explicó de alojamientos acordes a su bolsillo, lo mismo que alimentos. El niño-adolescente que podría ser ya un prodigio para una agencia de turismo, lo era hasta allí, porque para la realidad y su práctica es todo un analfabeto: cuando va al restaurante con sus padres, son ellos quienes le piden la comida al mesero porque él no sabe hacerlo, en realidad no se anima a hacerlo.

El desface entre la realidad virtual y la práctica de la vida cotidiana llega al punto que, a los 25 años, cuando la corteza frontal del cerebro alcanza su plena capacidad, muchos chicos y chicas de hoy no pueden entrar en ese contacto concreto del día de tomar la decisión de subirse al metro, solicitar un trabajo o manejar un cajero automático. Jonathan Haidt lo llama «la Gran Reconfiguración de la Infancia», en su excelente La generación ansiosa, una investigación donde explica que «los cambios en la tecnología moldean el tiempo y el cerebro de los niños», pero también «hay una segunda trama argumental: la bienintencionada y catastrófica tendencia a sobreproteger a los niños y coartar su autonomía en el mundo real».

Las grandes empresas tecnológicas —redes sociales esencialmente— han sabido aprovechar esa dependencia que nos sume a los adultos en la adicción a la esfera digital, pero sobre todo entre niños y jóvenes —el impacto entre niñas-adolescentes es aún mayor— que son su negocio del futuro. ¿Quién no ha pasado por la experiencia de hablar por teléfono sobre una enfermedad y que luego en redes le aparezca información sobre medicinas que la relacionan? ¿Quién no ha experimentado al hacer búsquedas en la web sobre rompecabezas para adultos y luego le llegan ofertas sobre esa distracción? El «vínculo emocional de los usuarios con el producto» propiciado por los algoritmos de Facebook, X, Instagram o TikTok nos ha enganchado a través de trucos sicológicos a vivir en ellas, como en el pasado lo hicieron las tabacaleras y sus propias herramientas predigitales con la adicción a la nicotina, puerta de ingreso a lo que sería luego el consumo de cocaína, heroína, anfetaminas o fentanilo.

El niño de 11 años seguramente podrá ilustrarnos sobre la Inteligencia Artificial (IA) o algunos de sus derivados como el ChatGPT y todos los que por ahí vayan apareciendo para decantarnos un mundo de fantasías, aunque no podrá contestar por sí sólo cuáles son las dos mejores bandas de música mexicanas, inglesas o estadounidense de hoy si no se informa previamente. «Tienen pasión allí, pero no la pueden descubrir en el mundo real», dice mi amigo psicoanalista. Algo increíblemente ajeno a ellos como para la gran parte de la humanidad lo es la IA.

También suelen rechazar la queja y la crítica, un mundo donde otros pueden construirlo maliciosamente a su antojo porque no hallarán en ellos voces de rechazo. No les interesa saber ni cuestionar —admiran de hecho a sus redes y sus creadores— que en el mundo real las redes usan sin avisarnos nuestros datos para entrenar su herramienta de IA con objetivos que desconocemos, pero que no se antojan beneficiosos dados los antecedentes. O que se hacen robos de datos de reconocimiento facial (deepfake), como muchas otras cosas, para autenticar transacciones financieras fraudulentas.

Entramos en la ficción sin distinciones de edad para escaparnos de la realidad, así sea por un rato. Llámese Caballos Lentos, Severance, Succession o Sex and the city, la última novela de Richard Ford o los poemas de Ida Vitale, Interstellar o Zona de interés. Nos preguntamos en qué ficción vive un junior narcotraficante para traicionar a su tío que lo formó en ese mundo y creer que saldrá sin rasguños, cómo un caudillo se atornilla al trono aunque alrededor muere gente y se le sublevan seguidores. Los adolescentes tienen armas a su favor para salir de la adicción. Desde las circunstanciales como disparadores —conocer alguien, la desgracia de perder al padre o la madre, apasionarse con algo— al trabajo cotidiano, tal cual propone Jonathan Haidt —apoyo de padres y escuelas, movimientos colectivos contra la adicción digital, leyes de protección infantil en internet—. En el caso de los adultos, al menos, ya sabemos ordenar los alimentos en el restaurante.

Periodista especializado en elaboración, edición y gestión de contenidos en medios de comunicación. Premio Planeta de Periodismo 2005 por la coautoría del libro Con la muerte del bolsillo. Seis historias desaforadas del narcotráfico en México, y Premio Nacional de Periodismo por un reportaje de investigación. Coautor de El libro rojo en el FCE. Editor de la revista BiCentenario.

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