A la víbora del odiar

En aras de generar redes comunitarias que brinden la identidad ya no alentada por las instituciones sociales —familiar, educativa, política, religiosa — el odiarnos los unos a los otros es opción atractiva

Veo mi casa y no me ubico. Veo al político distante, falaz, amorfo. Veo todas estas calles y me dan lo mismo. Veo a mis colegas con hastío. Veo a la Iglesia, y qué con ella. Veo a mis amigos sin reconocerlos. Veo a los paisajes tan fotografiados y, en realidad nada son. Veo a esas muchedumbres prestas al grito de gol como quien ve un puñado de nadedad. Veo, reveo y vuelvo a ver esta mi casa y sigo sin rumbo.

Puedo forzarme a ver lo que los demás dicen que ven para sentir lo que ellos dicen sentir. Puedo agenciarme, así, esa intermitente tranquilidad del «ser parte de». Pero regreso a poner la mirada en el banco, en la cárcel, en el partido, en el hospital, en el estanquillo, en la plaza, en el museo, en la academia, en las colonias. Me extravío. Qué soy yo ante ellos y ellos qué me significan. Somos y estamos, pero sin ser ni estar. Desarraigo. Indiferencia. Ausente identidad.

La mente claudica. Pero no así la víscera. Por qué no volver del odio un divertimento.

«Joder» al otro como lazo cohesionador de equipo. «Chingar por chingar» al puerco, a la puerca, en firme solidaridad compartida. «Madrear» en coro al enemigo, todos en comunitario y poderoso cierre de filas. Envenenar la historia de los personajes incómodos y crear un frente común. Fastidiar por sistema a la presencia nociva y ondear esta práctica como bandera de identificación colectiva.

Juguemos a ser víboras. Invoquemos a la víbora del odiar. Enredémonos de las manos, subamos los brazos y construyamos un camino donde pasen «todos los hijos, menos el de atrás». A ése, al último, todas las patadas, los escupitajos, las calumnias, los gritos, los desdenes, los clavos. ¿Y por qué a él, y por qué a ella? ¿Por qué tanta saña? Pues porque es el de atrás. Porque le tocó ese sitio. Porque no tuvo suerte. Porque está fregado. Porque viene vulnerado. O, quizá, porque aparenta todo eso para esconder su Satanás, según los ojos de las blancas conciencias que ejercen el odio como mecanismo de identidad individual y social en aras de «hacer justicia».

Es que odiar es tan fácil. Seduce. Empodera. Vanagloria. Y vaya que si empaña. Al faltar signos y símbolos que evidencien una condición grupal, por así decirlo, en equilibrio, en adecuada homeostasis, la alternativa no suele ser la razón, sino las más cavernícolas reacciones emocionales. Ésas que estallan de las más distintas y nocivas maneras. Las que, en su modalidad a ras de asfalto —como reptilianas que son— dan cuerda a la chismorrería y demás falacias del conocimiento, alimentos básicos de odios que buscan reverberar lo más posible. Ganar poder. Crear hermandad. Construyen identidad.

Una vez que la presa es ubicada, el «odiador» necesita fundamentar su proceder. Convencerse de que tiene la razón y, en consecuencia, que obra en positivo, sin culpa alguna. El «odiador» busca, pues, un primer espejo que multiplique su odiar. Al conseguirlo y corroborar que el vituperar suyo tiene eco, es decir, que cuenta con La verdad proyectada en quien le compra la odiosa idea, la llegada de otros espejos reproductores no toma mucho tiempo. El efecto en cadena engorda rápido a la constrictor. A la víbora, víbora del odiar.

En aras de generar redes comunitarias que brinden la identidad ya no alentada por las instituciones sociales —familiar, educativa, política, religiosa, económica— el odiarnos los unos a los otros es atractiva opción. La historia poblada está de ejemplos; la literatura, atestada de azufres, cianuros y muriáticos. Sin embargo, es en la época actual, la posmoderna, donde hierve un vasto caldo de cultivo para el tan bizarro y letal «amar odiándonos».

Veo mi lugar de trabajo y me hierve la rabia. Trabajo porque tengo que trabajar. No importa mi falta de identificación con la empresa ni con las responsabilidades encomendadas. Menos aún el cliente. Ofrezco mi servicio y me siento explotado; si soy el contratante, engañado voy. Simulamos unos y otros. El diálogo sustentado en razones no lleva la delantera. Odio con odio se paga. Mi trayectoria profesional cotidiana se sostiene desde la aversión y los grupos de choque. El ambiente laboral es inundado de lluvia ácida. De ahí abrevan los enconos. De ahí beben las lenguas bífidas de tantas y tan regordetas víboras del amar.

Veo mi salón de clases y no pertenezco ahí. Quiero y no quiero estar en esas cuatro paredes. Estudio porque tengo que estudiar. Estoy en una escuela que no me causa orgullo ni motivación. Por el contrario, lo académico me tortura. No entendí desde el nivel elemental los cómos ni los porqués. Pero me aprobaron. Seguí pasando de año. Avanzamos todos. Unos cobran y otros pagan. Unos fingen; y, los otros, también. La comunicación con argumentos y propuestas evolucionadas es utopía. La frustración deviene en rencor. Es la vitamina para la tan necesaria dieta de odios. La razón, en el mercadotécnico Templo del Saber, indigesta. Sin embargo, como en tantos otros lados, «aquí nada pasa». Mejor cantemos a una sola voz, dándonos otra vez la mano, de frente, con sonrisa doblemoralina, que «por aquí (todos) pueden pasar». A la víbora, víbora del odiar. 

Veo a los hijos, veo a los padres y, también, a los abuelos. Veo a los hermanos y hermanas. Veo a los sobrinos. Veo a la «familia política». Veo al marido. Veo a la esposa. Hablo sin hablarles. Escucho sin escuchar. Lánguido sentido de identidad. «Sangre de mi sangre» o el «llamado de la sangre», los dos postulados lo mismo me dan. O sea, nada. O acaso muy poco. Lo necesario para que, de cuando en cuando, intente comportarme conforme a lo establecido en la definición tradicional de eso perfecto, puro y poderoso que llaman familia. Pero, al primer chistar, sé que la institución tiembla desgarrada; y yo, con ella. Las paredes rebotan los gritos. Los pisos están trapeados de ausencias. La escuela no es honesta. La economía no rinde. La Iglesia no salva. El gobierno no cumple. Los familiares no lo fueron ni lo son. Las casas, mi casa, es oscura canasta. Boas, culebras, serpientes en odiosa rotación. Compiten para ver cuál cascabel, como «Campanita de oro», gana en volumen y se coloca la corona de máxima autoridad. El juego cantado está. A la víbora, víbora del odiar.

Columnista y promotora cultural independiente. Licenciada en comunicación por la Universidad Iberoamericana Torreón. Cuenta con una maestría en educación superior con especialidad en investigación cualitativa por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Doctoranda en investigación en procesos sociales por la Universidad Iberoamericana Torreón. Fue directora de los Institutos de Cultura de Gómez Palacio, Durango y Torreón, Coahuila. Co-creadora de la Cátedra José Hernández.

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