Las alternancias políticas no son la panacea universal, pero sin ellas el país seguiría supeditado a las mismas fuerzas. Es, por tanto, un requisito sine qua non para erradicar cacicazgos y afianzar la democracia. El primer cambio de partido en el poder ocurrió en 1989, cuando el régimen aceptó a regañadientes el triunfo del PAN en Baja California. Los sectores duros del PRI acusaron a su entonces líder, Luis Donaldo Colosio, de «traidor» por «entregar» el estado a la reacción y exigieron su renuncia. Cinco años más tarde, y convertido ya en candidato presidencial, Colosio fue asesinado en Tijuana después de un mitin.
El PAN gobernó Baja California 30 años ininterrumpidos. En 2012 ocupó el primer lugar nacional en crímenes contra la salud vinculados al consumo, producción y tráfico de drogas. La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (ENVIPE), elaborada por el Inegi, colocó a la entidad entre las 10 mejores del país en apreciación ciudadana sobre la inseguridad en el periodo 2011 y 2013. En percepción de la corrupción, Baja California superó la media nacional (88.8%) junto con otros 11 estados (INEGI). La permanencia de cualquier partido, además de corrupción, provoca hartazgo social. En Baja California la alternancia llegó en 2019 de la mano de Morena.
Guanajuato supera a Baja California en Gobiernos emanados del PAN (ocho en 32 años). En este caso, la alternancia no derivó de las urnas, sino de una «concertacesión». Después de unas elecciones impugnadas y horas antes de la toma de posesión de Ramón Aguirre (PRI), el presidente Salinas de Gortari impuso a Carlos Medina Plascencia como gobernador interino. Fue uno de los pagos al PAN por haber legitimado su dudosa victoria. Vicente Fox sustituyó a Medina en 1995 y en 2000 ganó la presidencia (primera alternancia federal). Salinas reformó la Constitución para permitir a hijos de extranjeros ocupar el cargo (otra recompensa a la derecha).
El estado del Bajío encabezó el año pasado la lista de los seis estados más violentos del país con un total de tres mil 260 homicidios dolosos. Los siguientes puestos corresponden a Baja California (Morena) con dos mil 728; Estado de México (PRI), dos mil 604; Michoacán (Morena), dos mil 423; Jalisco (Movimiento Ciudadano), dos mil 071; y Chihuahua (PAN), mil 974, según un informe de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. Ese grupo, cuyos gobernadores representan a los principales partidos, concentra casi la mitad de los asesinatos.
El periodista Fabrizio Lorusso, académico de la Universidad Iberoamericana León, aborda en un ensayo, publicado en 2018, la situación en el baluarte desde el cual Acción Nacional pretende hacerse de nuevo con la presidencia: «Guanajuato vive una oleada de violencia sin precedente que va más allá del fenómeno de los asesinatos, de por sí desbordado y alarmante, y muestra, más bien, un patrón estructural y complejo, hecho de múltiples descomposiciones». El análisis lo centra en la incidencia de crímenes —homicidios dolosos y desapariciones en particular—, pero pone de relieve el contexto persistente de violencia estructural.
Lorusso cuida de no caer en la relación superficial de pobreza-delincuencia, pero advierte que el segundo fenómeno «se ha amplificado por la combinación de factores como las disparidades socioeconómicas y el modelo de desarrollo, las políticas públicas y de seguridad con enfoque represivo, el deterioro del sistema de procuración e impartición de justicia, la expansión de grupos armados y paramilitares, las disputas por rentas, tráficos y recursos económicos, lícitos e ilícitos, entre otros».
Seguridad con justicia
El miedo a la alternancia es manipulado. Todo cambio político comporta riesgos, ciertamente, pero al final las ventajas son mayores. El monopolio del mando, está probado, resulta más pernicioso, pues, como advierte Lord Acton, «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Atribuir a la alternancia todos los males induce al inmovilismo. Bajo ese criterio, sería preferible vivir en tinieblas. El atraso democrático en México, fuente de rezagos sociales y económicos, así como de educación, seguridad y justicia, es consecuencia del régimen de partido de Estado que dominó al país por más de 70 años.
La alternancia puede generar violencia, pero no por sí misma, sino por la ruptura de pactos entre autoridades políticas, policiacas y judiciales con el crimen organizado; alianzas con bandas contrarias o incompetencia de los nuevos Gobiernos. Sin embargo, también abre la oportunidad de atacar la impunidad, es decir, de investigar y penalizar casos de corrupción que de otra manera permanecerían sin castigo, como la megadeuda de Coahuila contraída durante el moreirato. Los candidatos emplean en las campañas todas las armas a su alcance —permitidas o no— para atraer votos y ganar la elección. Exagerar los aciertos del partido gobernante y minimizar los de quienes aspiran al poder, forma parte del juego democrático. También se miente sin ningún rubor.
Los niveles de seguridad en Coahuila son aceptables, mas no debe olvidarse que en la parte media del docenio moreirista el estado vivió años más aciagos. En ese periodo ocurrieron las masacres de Allende y Piedras Negras (impunes) e innumerables desapariciones, posibles por la confabulación de las fuerzas de seguridad con carteles de la droga. En 2018, el candidato a diputado federal del PRI, Fernando Purón, murió de un tiro en la cabeza. Salir de ese infierno tardó años e implicó un esfuerzo de la sociedad y los tres órdenes de Gobierno. El recuerdo de esos tiempos eriza la piel, máxime en La Laguna, una de las regiones más castigadas por la violencia y la venalidad política.
En los debates de los candidatos a la gubernatura, Manolo Jiménez, de la coalición PRI-PAN-PRD, ponderó la seguridad entre los factores de estabilidad en riesgo si la oposición gana las elecciones del 4 de junio. Armando Guadiana (Morena), Ricardo Mejía (PT) y Evaristo Lenin Pérez (PVEM-UDC), sin embargo, ofrecieron un panorama distinto. Pues frente a los actuales índices de homicidios dolosos, el incremento en delitos como el narcomenudeo, agravado por la supuesta protección de la policía estatal, y el disparo de las adicciones anticipa una crisis de seguridad si no se atacan desde la raíz. Coahuila vive, desde la perspectiva de Pérez, un proceso de descomposición social acelerado.
La paz no se consigue solo con el uso de la fuerza —menos si es discrecional, desproporcionada y arbitraria—, sino también con acciones tendentes a resolver las necesidades de una población expuesta a cualquier tipo de infortunio y aplicar la ley. No únicamente a los sectores indefensos y menos favorecidos, sino sobre todo y con mayor rigor a los delincuentes políticos y de cuello blanco a quienes la alternancia más asusta. Preservar la seguridad y desactivar conflictos no es incompatible con procurar justicia. Al contrario, exigen y merecen la misma prioridad, pues solo así la sociedad podrá confiar en las instituciones.