Amor, muerte, esperanza

Mientras que nuestros seres amados estén en lo que llamamos «nuestro corazón», y que los amemos, los respetemos y los admiremos, no morirán. Se manifestarán en nuestro diario vivir a través de lo que recordamos de ellas y ellos

La muerte es un tema que, por lo menos, en nuestra cultura es evitado. Y, por alguna razón, quizá por esa tan arraigada evasión, desde que somos pequeños es negado.

Nací en un país donde, aparentemente, es rendido culto a los muertos con alegría y hasta con humor. Les llevan ofrendas que incluyen platillos que les gustaba comer y sus bebidas predilectas. Nuestros difuntos son recordados con fotografías sobre una mesita decorada con adornos con espíritu festivo. Se componen estrofas en verso — «calaveras»— sobre los fallecidos, o bien, sobre los vivos, pero como alusiones mortuorias con sátira creativa. LasCatrinas —representaciones caricaturescas de la muerte— también aparecen en anuncios, disfraces, decoraciones y en una versión, en escala, preparadas con azúcar.

Sin embargo, en el mismo México, las contradicciones abundan. De frente a la muerte como una fiesta colorida, aparece su versión contraria. La de los funerales y los derrumbes emocionales, de diversos grados, ante la pérdida humana. Gran cantidad de familias guardan rigurosos lutos: usan vestimentas negras durante largos periodos. Entonces, el paradójico ritual del Día de Muertos en la cotidianeidad mexicana no es tan glorioso para todos.

Dicen que nacemos con la muerte «pegada a nosotros». En efecto, todo lo viviente tiene una fecha de nacimiento y una de despedida que nadie conoce. Como señala la tesis de Ramírez Agudelo: «La muerte es lo más seguro; por eso, desde este punto de vista, no es problemática».

Que la llegada de la muerte sea, para nosotros, un enigma es una circunstancia favorable para nuestra salud mental, dada la intolerancia y negación a nuestra propia finitud terrenal.

Morir: entre familia y amistades

A tan solo cuatro meses antes de mi nacimiento, una muerte había sido de bastante peso en el núcleo familiar. Mi abuelo Fulgencio había fallecido de cáncer pulmonar y lo mortuorio fue un tema insistente en casa cuando yo era una niña. Al paso de algunos años, yo con unos cinco o seis años cumplidos, percibía que la muerte estaba relacionada con algo negativo, con el dolor, con la tristeza, según la discursiva al interior del hogar. Comencé después a escuchar que los adultos sostenían que morir «no era malo, sino algo natural, que cuando la gente moría iba a un lugar mejor», pero finalmente la gente lloraba cuando alguien querido partía al Más Allá, ¿entonces?

Comencé a temer a la muerte en la escuela primaria. Me enteré que la abuela de una de mis compañeras había muerto. «Pero, ¿por qué se tiene que morir si tú, que eres mucho mayor que ella, tienes aún una abuela?», le pregunté a mi mamá para salir de la angustiante duda. Ella me comentó: «Hija, pues, ¡porque todos nos vamos a morir!». «¿Todos? Nadie me dijo eso antes. Yo no me voy a morir. Tú y mi papá tampoco se van a morir. Nadie de mi familia va a morir». Dios no permitiría que nos pasara «algo malo». Pero, ¿por qué le pasó eso a Mónica con su abuelita si no hizo algo malo? Quería, al fin niña, respuestas que apaciguaran esos primeros terrores infantiles ante el rondar de eso llamado «morir» y lo asociaba con acciones.

Muertes de personas mayores fueron pocas en mi primera etapa escolar y dos fallecimientos de los padres de compañeras de aula. Uno fue el del papá de Leni; y el otro, de la mamá de Ivette. El papá de Leni murió en un accidente de automóvil. Ver a su mamá llorando con la profesora afuera del salón fue desgarrador. Y la mamá de Ivette falleció yendo al hospital. Decían que tenía cáncer. Otra vez aparecía la palabra «cáncer» que ya revoloteaba en mis oídos por mi abuelo. Ese par de muertes fue el primero que tenía que ver con el fallecimiento de otras personas y no de algún miembro de mi familia. Aquí regreso al caso de la muerte de mi abuelo Fulgencio, en 1972. Su fallecimiento había sido un duro golpe para la familia, pues no había cumplido ni 60 años. Frecuentemente, se hablaba de él y de su muerte, como ya lo comenté.

La primera muerte cercana en el seno familiar fue la de mi bisabuela. Yo tenía 12 años. Pero ella fue tan prudente para morir que fue como si se hubiera dormido. Al ser ella una anciana de 93 años, aceptamos su partida sin drama familiar. La recuerdo ecuánime, siempre, hasta para morir. Lo mismo sucedió con mi entrañable abuela Leila, mi abuela materna. Ella murió a los 94 años, a mis 30 años.

Por supuesto, pasó el tiempo y me tocó perder a mis padres. Primero nos dejó mi papá. Creo que, entre más pasa el tiempo sin sus presencias, más los tenemos presentes, pero no logro diferenciar con claridad si semejante hondura de la añoranza es el reflejo de la asunción del duelo por su partida o una amplificación del dolor. Esto me lo explico a través de la reseña personal sobre los días últimos compartidos al lado de mi padre.

Despedir a mi padre

Fue un 18 de septiembre de 2017, a mis 44 años, cuando mi papá murió después de que él padeció siete años una insuficiencia renal crónica. Recuerdo cómo eran mis pensamientos recurrentes sobre su estado de salud. Desde el inicio de su enfermedad en la primavera de 2010 hasta el verano de 2017, yo estuve segura de que él jamás empeoraría. Era una total negación para verlo partir. Vivía con el teléfono celular pegado a la bolsa del pantalón, como si así todo fuera a estar bien. Los médicos me decían que él iría deteriorándose, pero lo veía tan bien, que de verdad lo dudaba.

Un día, sin más, de repente, comenzó el declive. Fue apagándose como una de esas velitas que colocamos en pasteles de cumpleaños que celebran la vida. Vaya ironía.

De mayo a septiembre de 2017 fue sometido a tres cirugías, a muchos días de terapia intensiva y empeoró sin retorno. Me negaba a que lo viera un sacerdote y le diera los Santos Óleos porque yo tenía la certeza de que mi padre moriría en ese instante. Yo no quería que se fuera. No aceptaba perderlo, pero él mismo lo pidió pocos días antes de partir.

Mi papá murió, tranquilamente, en una Unidad de Cuidados Intensivos, no sin antes haberme dicho, dos tardes atrás, una frase que llevo tatuada: «No sabes, Luisa, lo feliz que me siento de saber que jamás nada nos faltó». Me la repitió varias veces. Cuatro años después de su ausencia, sé lo que él quiso decir: al encontrar una foto de su niñez, vi que usaba ropita percudida y opaca, al igual que sus hermanos, en un estado casi de delgadez extrema. La tarde que mi papá habló conmigo, también llamó a su madre y a su suegro, y de nadie más se acordó.

Entre esos días, mi papá me dijo que me quería —que yo no sabía cuánto— cuando jamás antes lo había dicho. Me dejó sin habla y con un gran nudo en la garganta que sigo sin poder deshacer. Me imaginé que venía el fin, a pesar de mi enceguecimiento y de mi gran enojo. «Dios no me quiere, Beatriz», exclamé entre sollozos en un café a una amiga, cuando me desahogaba una de esas tardes. Era demasiada mi confusión entre lo natural y lo que para mí era un castigo divino.

Mi madre murió el 24 de diciembre de 2020 a consecuencia de una neumonía muy complicada. Lo más triste de su padecimiento fue la ausencia de sus seres queridos y amigos, la soledad de esos tiempos y la necesidad de enfrentar la situación porque es la única opción que existe.

Un mes antes, cuando fue internada en la Unidad de Cuidados Intensivos, muchísimas amistades y familiares de mi madre llamaban a diario para animarnos. Nos decían que estuviéramos seguros que Dios, Nuestro Señor, nos ayudaría a que recuperara su bienestar cada día. Mientras tanto, yo la veía con un tubo insertado en su garganta sin despertar. Veintiocho días después falleció.

La otra orfandad

No sé si cada día estoy mejor o peor con respecto a la partida de mis padres. Su recuerdo es a ratos muy alegre y a ratos una losa que se me viene sobre la espalda y pareciera que no puedo avanzar. Es como vivir encorvada bajo el signo de la muerte del otro. «Alguna vez, todos los hijos desean retener a sus padres en este mundo». Me pasó, como a muchos, ponerlos como si fueran una esfera de cristal, entre telas de seda, para que no se rompieran; para que ni la luz, ni el aire, ni el más mínimo movimiento los quebraran, muchas veces a costo de mí misma con la creencia que así, a ellos, no les va a pasar nada. Es más, sé que tal y como yo lo he llegado a creer, somos millones de hijos los que pensamos, convencidos, que nuestros enfermos sí se van a recuperar de una grave enfermedad. Debo decir que he presenciado ambas caras de la moneda, recuperaciones maravillosas y despedidas inevitables.

Tal y como afirma el escritor Rafael Pérez Gay, «No sé si ya dije que nadie vive de verdades, muchas veces se necesita una gran mentira para seguir adelante» y es que todos, absolutamente todos, necesitamos de la esperanza para poder respirar a través del dolor que estamos por sentir ante la pérdida de quienes amamos.

Podemos ser empáticos ante la muerte de un familiar o de algún amigo, o de alguien a quien estimamos, pero jamás se comparará con el dolor que se comienza a experimentar con la ausencia ante la pérdida del ser amado. Se van, pero no se van. «Los verdaderos muertos, los omnipresentes muertos, son aquellos a los que no amamos más». Son aquellos que olvidamos, son quienes, incluso estando vivos, no nos despiertan ni el más mínimo parpadeo, sentimiento, preocupación, estima o cariño alguno.

«Hay una cosa que he descubierto después de la muerte de mis padres, y es que lo que llamamos sobrevivir en realidad es subsobrevivir, aquellos a quienes no hemos dejado de amar con lo mejor de nosotros mismos se convierte en una especie de bóveda palpitante (…) bajo la cual avanzamos cada vez más encorvados (…) bajo el signo de la muerte de otro». «Subsobrevivir», en efecto.

No lo digo en tono de burla, pero mi relación con lo que es una «posibilidad de Dios» para los católicos y en lo que Dios no tiene ninguna injerencia ha cambiado. Creo, entonces, que un asunto es que los creyentes tengamos una serie de convicciones; y otro, que aceptemos que existen enfermos que, dentro de su humanidad y condición de salud, lo que necesitan es fallecer. Esta negación tan enraizada, esta postura así de reacia a aceptar la muerte, conlleva un sufrimiento tan grande como nuestra propia resistencia.

«Todo aquel nacido de mujer lleva sobre sus hombros a sus padres (..) hasta que le llega la hora». De esta cita textual de Rafael Pérez Gay retomo lo relacionado con nuestros hábitos, risas, modos de hablar, costumbres heredadas de padre y madre. Llevamos en los hombros a nuestros progenitores, al igual que ambos llevaron a los suyos, y así, sucesivamente.

Nuestra propia fragilidad corpórea sigue siendo evidenciada en la aún vigente pandemia de salud mundial, la que ha cobrado tantísimas vidas. El virus que la origina continúa costando meses y meses de investigación.

Cuando partió mi padre comencé a imaginarme «El Cielo» muy diferente al que yo me imaginaba de niña, ése en el que habitaba mi abuelo Fulgencio. Me comenzaron a chocar las frases de «ahora él te cuida desde arriba», como si no hubiera sufrido lo suficiente abajo como para seguir ocupado de una cuarentona.

«Esto es así porque por la reflexión primera sólo se puede entender que la muerte acaba completamente al hombre. En consecuencia, no tiene sentido conservar la esperanza. Pero desde la reflexión segunda, se encuentran acercamientos concretos a la inmortalidad: la esperanza, el amor y la fidelidad». La muerte, como la concibe Marcel, como el proceso de olvidar al otro, de no tenerlo más en el pensamiento —incluso aunque esté vivo—. Más bien, quienes nos quedamos —por el momento— seguimos siendo una extensión de esa persona.

Sí tiene sentido conservar la esperanza. Seguimos un proceso de constante cambio. Es como ese vestido que ya no nos queda y que hace falta cambiar, una vez que la prenda cumplió su cometido.

Vitalidad a través de la muerte

Mientras que nuestros seres amados estén en lo que llamamos «nuestro corazón», y que los amemos, los respetemos y los admiremos, no morirán. Se manifestarán en nuestro diario vivir a través de lo que recordamos de ellas y ellos: sus palabras, sus frases, nuestros hábitos que eran suyos, sus herencias que ahora forman parte de nuestras costumbres, incluso lo que hasta ahora no nos gusta de su comportamiento. De esta manera, dice Marcel, se le niega la palabra a la muerte y se lucha con ella, porque mantenemos a la persona amada con nosotros en vez de llevarla al olvido. Marcel habla del no traicionar al fallecido porque no lo olvidamos. Porque no lo entregamos a morir, a morir dentro de nosotros, y a que un cierto día, nos llegue a ser indiferente y no importante porque, en ese mismo momento, entonces sí habrá muerto. E4

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