En los primeros días de mayo de 1933, apenas tres meses del ascenso de Hitler al poder, un decreto de la Alemania nazi anunciaba que «Cualquier libro, que actúe de forma subversiva en nuestro futuro o que afecte la raíz del pensamiento alemán y las fuerzas motrices de nuestro pueblo va a ser quemado». Se desataba una cacería intelectual y física para acabar con todo y todos aquellos que atentaran contra lo que llamaron «el nuevo espíritu» del nacionalsocialismo alemán.
Días después, más de 25 mil libros fueron saqueados de las librerías y bibliotecas de Berlín para ser llevados hasta la Opernplatz. Ahí, apilados unos encima de otros, estaban las obras de filósofos, poetas, novelistas y científicos como Albert Einstein, Sigmund Freud, Hellen Keller, André Gide, Franz Kafka, H.G. Wells, Karl Marx, Marcel Proust y Émile Zola, grandes hombres y mujeres con un elemento en común a los ojos del nazismo: eran inmorales y decadentes y había que borrar cualquier vestigio de ellos.
Así la noche del 10 de mayo de 1933, las juventudes hitlerianas, armadas con antorchas prendieron fuego a esa montaña de libros, parte del «espíritu de descomposición judío». De forma trágica, el conocimiento científico de Einstein y Freud, el impresionismo de Proust, la ficción de H.G. Wells y la ciencia política de Marx fueron quemados. A unos pasos y alumbrado por las llamas, observaba el genio de la comunicación del Tercer Reich, Joseph Goebbels, el mismo que afirmaba que «Una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad».
Era el inicio de la censura y el control de las ideas; el tiempo en que el régimen decía y decidía qué podías leer y qué no. Las lecturas «nocivas» fueron proscritas al igual que aquellos que las escribieron como Thomas Mann y Elias Canetti, ganadores del Premio Nobel de Literatura, que se sumaron a escritores y hombres de ciencia víctimas del odio.
Pero tras quemar los libros y desaparecer «las ideas nocivas», el Tercer Reich dio el siguiente paso: el control social. Se decidió entonces cómo deberías vestir, comer, beber, las relaciones familiares y de amistad para al final, eliminar a los considerados no aptos o dignos en el nuevo orden social previsto por la raza aria.
«La quema de libros» en la hoguera fue apenas el comienzo de la barbarie que exterminó a más de 6 millones de judíos y que desató la Segunda Guerra Mundial. Aun hoy, hay quienes no logran entender cómo Hitler, un hombre de letras, alcanzó tales niveles de acoso en contra de aquellos que enarbolaron ideas contrarias. Tres siglos habían pasado de la advertencia de Tomás de Aquino cuando dijo «Homo unius libri», en latín «Cuídate del hombre que solo ha leído un libro», haciendo referencia a esos que intentan imponer su visión retorcida del mundo en función de sus creencias personales.
En ese contexto, me parece muy grave el dicho del presidente López Obrador, cuando acusa de traidores a los legisladores que votaron en contra de la reforma eléctrica. Igual de peligrosa es la campaña demencial de odio que emprendió Morena, que este domingo y en voz de su diputado federal Ignacio Mier, pidió que los opositores a la Reforma Eléctrica sean «fusilados de forma pacífica».
Sé que a muchos de los diputados que la rechazaron los mueven oscuros intereses, politiquería y algunos de plano no tienen ninguna clase de decencia. En lo personal, estoy a favor de la reforma, pues existen grandes abusos en la figura del auto abasto y un disfrazado interés por desgastar a la CFE, pero son cosas que pueden combatirse en los tribunales, no en la tribuna pública hoy convertida en la plaza de La Bastilla donde se ejecuta a los «traidores a la patria».
¿Estoy comparando con esto a AMLO con Hitler? Por supuesto que no, pero su retórica ha ido lejos, demasiado lejos y puede llegar aún más. Hoy, es momento de decirle: Así no presidente.
La historia nos ha enseñado, que no aprendemos lecciones de la propia historia y que muy pronto olvidamos barbaries como la ocurrida en la Bebelplatz, un lugar donde hoy existe una placa de bronce en que se puede leer el extracto de un libro del escritor alemán Heinrich Heine que, en 1820, más de 100 años antes del surgimiento del nazismo, a manera de sentencia premonitoria escribió: «Allí donde se queman los libros, se terminan quemando también personas».