Autores del Boom Latinoamericano: Una mirada a su obra

El movimiento dotó al mundo de un redescubrimiento de nuestro idioma, pero visto desde una visión propia, con colores locales, sin olvidar lo universal. Desde la Patria Grande se anunció al mundo que había mucho que proponer en materia de literatura

Podría comenzar este texto diciendo que se escribe desde un mesón repleto de dulces de casera hechura, cervezas y potajes, en medio de Cartagena de Indias; al ruido de un tianguis a un costado de la avenida Insurgentes, en el tibio ambiente de una biblioteca en Buenos Aires o el choteo barroco de La Habana de los años 40. Podría intentar ponerme en la piel de Cortázar, Borges, García Márquez, Rulfo o Carpentier. Ser el Chac Mool de Fuentes. Para intentar comprender el fenómeno de la narrativa latinoamericana, agrupado tan liberalmente en lo que casas editoras de Latinoamérica y Europa se preciaron de llamar el Boom. Considero que este movimiento si existió en sí mismo, dotó al mundo de un redescubrimiento de nuestro idioma, el castellano, pero ahora visto desde una visión propia, con colores locales, sin olvidar lo universal, apropiándose de esos tonos traídos de la Europa architratada en literatura, para situar una propuesta novedosa, experimental, de las realidades y los espacios, desde otras miradas. Se me ocurre esa opinión de los de este lado del mapa, donde el idioma español anunciaba al mundo que había mucho que proponer en materia de literatura, con el sabor criollo de lo que José Martí había llamado la Patria Grande, nuestra América.

Entre estos autores encontramos un amplio abanico de voces, entre ellos Juan Rulfo (San Gabriel, México, 1917 – Ciudad de México 1986), quien escribió un magnífico libro de relatos, El llano en llamas, único de este género en toda la obra de su vida y que lo consagró como autor de una pieza maestra. A pesar de ser catalogado a posteriori como un libro con temas del realismo mágico, El llano en llamas es una visión muy escuálida de la realidad rural de un México devastado por los horrores de la Revolución Mexicana. Su caudillismo, sus revueltas, el delgado paso entre el mundo de los vivos y la dimensión de los muertos, se mueve en un entorno casi sin diferencias entre ambos. La contemplación de la vida como un sendero obligatorio hacia ninguna parte, la pobreza, la aridez de la tierra, el mero hecho de existir, fue la constante en la temática de estas historias traídas por Rulfo a la opinión mundial sobre literatura. Un cierto sabor a tierra acre, sudor de enagua y pólvora, la sangre perenne sobre el polvo, hacen del discurso narrativo en este libro una verdadera gema en la historia del maltrecho pueblo mexicano, donde la violencia se vuelve un matiz cotidiano, la vida un sendero lleno de piedras que se deshacen bajo las suelas de los huaraches, la muerte una continuación contemplativa del universo desde los ojos de sus personajes, tan simples en su complejidad existencial.

El cuento «Luvina», parte de este libro, es en mi opinión uno de los más desconcertantes textos propuestos en El llano en llamas. Es cierto que Rulfo no abandona su discurso de sobriedad precisa, escueta y casi básica, tan propia del campesino de Jalisco, pero nos deja un sinfín de símbolos supremamente importantes sobre la verdadera corriente de sentido narrativo que viaja escondida en la gélida calma de una posada mexicana en medio de la nada.

La descripción de este lugar, pueblo polvoriento y sin atisbos de existencia apenas, pone en voz de un narrador-personaje un cuadro misterioso sobre un sitio que aterra, donde las comadres pululan en busca de un techo para rezar por los que han partido de la vida, probablemente, sin notarlo, y a la postre permaneciendo sobre la misma realidad, con una calma que ni las cervezas tibias de la barra podrán diluir.

A lo largo del relato, contado con voz de paisano simple, Luvina se nos descubre gris, árida, donde la nada se ha tornado signo de inamovilidad, y en la descripción de esta nada que flota y atrapa, vamos adentrándonos en el concepto de un lugar plagado de fantasmas, donde los vivos no se reconocen diferentes, porque los muertos continúan el interminable día a día, sin percibir demasiado su condición.

La crítica especializada que elogió este libro de 17 cuentos, espejo del realismo del pueblo rural, visto ahora desde su muy interior monólogo, apenas podía prever que «Luvina», cuento desolador, pero inquietante por su tratamiento un tanto diferente, era la puerta hacia un mundo completamente distinto en la narrativa de Juan Rulfo. Precisamente por ser la antesala de lo que sería su magnífica, única y consagratoria novela, Pedro Páramo. Es entonces que descubrimos un expuesto realismo mágico y nos ayuda a reconocer los escenarios traídos desde estos cuentos, pero ahora con toda intención y poniendo de relieve la consabida tradición cultural mexicana, de la celebración a sabiendas del mundo de los muertos.

Carlos Fuentes no puede escapar tampoco de esta idea, leitmotiv en el periplo literario mexicano, en su cuento «Chac Mool». Muy cercana esta publicación a la de los dos únicos libros de Juan Rulfo, el escritor Carlos Fuentes Macías, nacido en Ciudad de Panamá en 1928, pero reconocido en el mundo literario como un autor mexicano, viene a dejarnos también su impronta sobre la relación vida-muerte, ahora contada en un discurso mucho más elaborado, detallista, con estilo casi periodístico, amigo de la crónica.

A medida que el texto avanza, la cordura manifiesta de su narrador, la impuesta distancia aséptica entre el personaje cercano del protagonista y el propio autor del diario que nos narra la peripecia, se va tornando cada vez más en una intensa y transmutada realidad mística. La metamorfosis del objeto meramente talismánico, imagen de culto de alguna otra era, que por momentos se sugiere una estafa vulgar de mercachifle, se transforma a paso lento en una prolongación de los rincones más oscuros, escatológicos e incomprensibles de este Filiberto, ahora atrapado en la transformación del Chac Mool pétreo y ornamental, en un ser de intensísimo existir, demandante, avasallador y atenazado a los caprichos del agua derramada.

Fuentes, más explícito quizás que Rulfo, detalla esta relación desde las páginas del diario, desbordando sensibilidades y sin ahorrarse tropos poéticos y símbolos que nos sitúen en la sospecha de una demencia manifiesta por una vida de rutinaria alienación (me recuerda mucho este Filiberto a aquel Gregorio Samsa). Y a pesar de sostener esta tesis, el hilo conductor de la trama nos hace sospechar que algo de cierto habrá de suceder hacia el final de la historia: La voluntad del ser mítico aplastando al alienado humano en una realidad intangible, desbordada, que vuelve carne al ser divino, ahora despierto por su razón de dominio, y la huida malograda de un hombre vacío de argumentos en una carrera hacia el final de su existencia. El Chac Mool recibe con total negligencia el cuerpo de Filiberto, y queda descrito para la memoria como un indio amarillo en bata de casa y bufanda, elemento que refuerza, pleno de ironía, esa voz maravillosa del realismo mágico tan propio del Boom.

En «Casa tomada», Julio Cortázar también nos muestra un espacio asediado por la rutina y la calma insoportable, en una mansión cultivada de recuerdos por una pareja de hermanos solterones y cándidos. Los matices de su existencia son tan suaves como el propio tejido que va, cual tapiz de Penélope de Ítaca, haciendo interminablemente la hermana, Irene. Entre medias de lana, limpiezas matutinas y recuerdos de bisabuelos empolvados, transcurre la vida en tonos pastel de estos personajes, sin sospechar que una fuerza mayor, que no se describe, habrá de invadir el espacio vital, reducirlo, tomar de golpe porción a porción todo aquello que es de alguna forma aún valioso.

Cortázar, sin dar casi pesquisas de esta toma por la fuerza, ha estado de alguna manera incitando a través de los símbolos espaciales de la casa en sí misma, como el tercer personaje que convive dentro del velado matrimonio de hermanos (nunca nos aparece la imagen del lujurioso incesto), y que tomará, suerte de coup d´etat, el control de esta planísima realidad, para expulsarla como expulsa a los hermanos. Los sentidos son, por tanto, el centro mismo de «Casa tomada». El juego de los sentidos, lo que no se cuenta y que sucede en la porción arrebatada, lo que no puede verse, pero permanece. Un lado del espíritu humano que subyace en cada libro, mueble o rincón, y que da final a la historia. Cierra con llaves la última puerta posible a la existencia y todo lo que puede poseerse queda del otro lado. Es la imagen final del abandono, es lo que para mí queda después del momento de la muerte: Nada material, ni dinero ni conocimiento ha de ser llevado consigo en ese otro camino.

El tiempo, los rejuegos de la circunstancia, la persecución y los giros del destino son elementos muy presentes tanto en Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Argentina, 1899 – Suiza 1986) como en el cubano Alejo Carpentier (Lausana, Suiza 1904 – París, Francia 1980). Autores de extenso conocimiento de la literatura universal, se permiten mostrar al lector su virtuosismo en los textos «El jardín de los senderos que se bifurcan», de Borges, y «Semejante a la noche», de Carpentier.

Mientras que el escritor argentino va a perdernos en la esencia misma de un ambiente sinuoso y retocado de detalles rocambolescos, los destinos de esa narrativa conducen hilos que se tornan el laberinto mismo, personajes que persiguen o son perseguidos tras los espejos infinitos de la culpa o el deber.

En tanto, el cubano se recrea en su estilo barroco en un mar de descripciones, a través de esa acuarela el tiempo se pierde, se trastoca, hace caer en la trampa al lector y al personaje mismo. No es ya el laberinto ni los universos de Borges, las realidades trasmutadas por la literatura en sí, sino las circunstancias y los hechos de la historia misma. Mientras que el protagonista de Borges, espía al servicio alemán de la guerra europea, intenta cumplir su misión sin ser atrapado por el incansable agente Madden, la madeja de historias entrelazadas se van bifurcando como los senderos del propio jardín, a un mismo tiempo, el ciudadano de la polis griega, pleno ahora de Arethé por la pronta campaña en Troya, va transportado alegremente en realidades cronológicas, descritas con suma habilidad por el autor, sin cambiar el carácter del embarque, la aventura próxima, el destino trazado por el dios de la escritura. Así vemos escenarios que pasan por la Grecia de los rapsodas Homéricos, la conquista del nuevo mundo de las Indias Occidentales, o quizás el de un soldado aliado a punto de desembarcar en Normandía.

Sin embargo, ¿cómo no terminar entonces en ese calor de olla donde se cocina el espeso y magnífico caldo de las múltiples especias y viandas, que constituyen las estampas latinoamericanas de Macondo? Gabriel García Márquez (Colombia, 1927 – México, 2014), el artífice mayor del realismo mágico latinoamericano vuelve a centrar todo un andamiaje de personajes que representan cada sector de la América hispana poscolonial. En «Los funerales de la Mamá Grande», aparecido en Xalapa, México, en 1962, recrea otra vez este pedazo de mundo llamado Macondo, que funge como reino plagado de leyes propias y que es un retrato farsesco de la sociedad colombiana y de toda Latinoamérica.

En cada uno de esos personajes hay un extenso rosario de costumbrismos, herencias de la colonia hispana y matices del nuevo mundo de lo criollo, mezclado mil veces en un ambiente de riqueza y variedad sin fin. La figura cuasi sagrada de la Mamá Grande nos habla del patriarcado, la figura popular que rige los destinos de un pueblo o un país, sin obviar entes como la Iglesia, el Estado, los militares y los patronos, y la política siempre aparejada a la miseria, el progreso, la guerra, la vida y la muerte. Asistimos en este cuento, a un hecho extraordinario que se celebra como un carnaval, una feria donde caben todas las tiendas y los carromatos. Tal cual una reina que se despide de sus súbditos dispone la continuación del mundo, el de Macondo, antes de partir expirando en un eructo final.

En esa esencia, aún podemos explicar el Boom, en el sentido de lo onírico mezclado con lo real. Es, a mi modo de ver, el principal aporte de estos autores, la esencia de un milagro que se explica de forma muy natural en una realidad, quizás escrita o descrita en otras geografías, pero que se debe al elemento latinoamericano. Fue el fenómeno que atrajo la atención sobre esta parte del mapa, la gran carpa de pueblo latino, donde entre el polvo, la sal de mar y la selva, suceden espantos y maravillas cada jornada. El hermoso sendero que se bifurca en la literatura del Boom. E4

La Habana, 1975. Estudió Historia y Filosofía, Pedagogía Musical e Historia del Arte en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona. Es autor del libro Réquiem para un doble siete. Actualmente reside en Syracuse, EE.UU.

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