Alguna vez pensé yo en la raíz nominal de los meses en nuestro calendario en español. Enero, por supuesto, tiene su bello palíndromo: «en enero llore nene», de mi autoría. A febrero siempre lo empariento con febril (febricitante) y, además, es el mes de mi día de santo (el cuatro) y el mes del cumpleaños de mi madre (el cinco). De marzo me gusta el infrecuente verbo marcear y de abril aquello de Sabina: «¿Quién me ha robado el mes de abril?» De mayo, claro, el día de la madre y el día de Leticia. De junio, por disimilación vocálica, Jano. Y de julio y agosto los meses de los emperadores romanos. ¡Ah! Le quitaron un día a febrero para empatar en número de días a julio y agosto. Septiembre debió ser el séptimo mes, como su raíz etimológica indica, pero es el noveno. Y octubre, cuyas noches son irrepetibles, es el décimo. Quedan solo dos: noviembre (que no es el noveno) y diciembre: el mes más anhelado por ser el más festivo. Después hablaré de los días de la semana. Ahora, en el corazón de agosto, aquí me detengo.