Una de las imágenes más polémicas tras las manifestaciones que tuvieron lugar en Ciudad de México, el 8 de marzo, muestra una estatua de José Martí siendo ultrajada por un grupo de mujeres. No creo que escogieran la efigie del mártir cubano ex profeso, máxime cuando este siempre las defendió en hechos y obras. Es más, estoy convencido de que la mayoría de sus asaltantes ignoraba quién era ese poeta extranjero que andaban pintarrajeando, pero esto no evitó el encontronazo —en redes sociales, como suele suceder por moda y comodidad— entre feministas y martianos.
El maltrato contra las mujeres en México no es asunto que deba tomarse a la ligera. Se trata de un cáncer social que cuesta la vida de muchas féminas, cada día, y no se restringe, como piensan en otras naciones, a Ciudad Juárez o zonas fronterizas. El cáncer ya hizo metástasis y pudre a todas las entidades federativas. Urge obligar a las autoridades a tomar cartas en el asunto.
El problema es cómo hacerlo. Siempre que a una mujer manifestante se le pregunta por qué en sus protestas se comenten actos vandálicos —romper vidrieras, rayar paredes, manchar estatuas, incendiar negocios— la respuesta suele ser más o menos la misma: «necesitamos hacer ruido para que se nos escuche».
Sin embargo, considero imprescindible que ese ruido, primero, venga respaldado por un mensaje alto y claro, y segundo, que tal mensaje lo escuchen las personas con el poder necesario para promover los cambios que el país requiere. Sinceramente, no creo que ninguna de las dos cláusulas se cumpla.
En teoría, tomar las calles busca crear conciencia sobre la terrible situación que viven las mujeres y llamar la atención del gobierno para que no permanezca de brazos cruzados. Los actos delincuenciales, en cambio, lejos de ayudar, desvían el foco de atención. Basta revisar las notas de prensa al día siguiente y, en mejor medida, las reacciones en redes sociales, donde no existe un filtro editorial. Del cien por ciento que nos mostramos de acuerdo con la urgente necesidad de erradicar el feminicidio, una buena parte se cuestiona los métodos y otra su efectividad. Más se comenta sobre las cosas que rompieron, que la razón por la que lo hicieron. Y lo peor, la comunidad se empieza a preguntar si son víctimas o malhechoras porque, en esta última ocasión, incluso una fotógrafa de El Universal y mujeres policías que resguardaban el Palacio Nacional, fueron alcanzadas por bombas molotov. Nadie se moleste entonces cuando se pone en duda la coherencia de esos actos.
Otra frase que suele esgrimirse para justificar los daños contra el patrimonio cultural es: «Al gobierno le interesan más sus monumentos que las mujeres». Error. Al gobierno no le interesan ni las mujeres ni sus monumentos. Solo los utilizan como referencia para demostrar la naturaleza delictiva de algunas manifestaciones sociales. En primera instancia, se trata de un elemento mediático persuasivo que las protestantes le entregan —sin querer y sin saber, que es peor— en bandeja de plata. De hecho, puedo apostar a que más de la mitad en uno y otro bando no tiene idea del valor, no solo ornamental, sino simbólico y práctico de aquello contra lo que atentan. Figuras históricas que defendieron a la mujer son víctimas de atentados igual que pequeños negocios —que el gobierno ni siquiera sabe que existen— pero que son regentados por mujeres trabajadoras para mantener a su familia.
El feminicida no va a detenerse porque perjudiquen el patrimonio de la ciudad. De hecho, le importa un bledo cuántos vidrios quiebren o cuántas efigies mutilen. Él va a seguir acosando, matando y violando como parte de un universo donde, cada día más, la violencia es el pan nuestro de cada día. Ya sea para agredir o para exigir que no agredan. Y el gobierno, que es el encargado de tomar medidas pragmáticas y efectivas en aras de enfrentar la desigualdad de género y los feminicidios, y al cual, supuestamente, están destinadas todas esas manifestaciones, las va a tratar como una banda de delincuentes y no como mujeres que luchan por un ideal. En pocas palabras, le están regalando la excusa perfecta para ignorarlas.
Si en lugar de ubicar a personajes como Cuauhtémoc Blanco en una gubernatura o a Paquita la del Barrio y Geraldine Ponce en diputaciones —todos no pasan de ser marionetas que patean, cantan o modelan según los intereses de los partidos que los postulan y manipulan— lograran llenar con mejores propuestas los cargos públicos desde donde realmente se pueden ejecutar cambios políticos y sociales, entonces las mujeres estarían mucho mejor representadas y sus energías, sin duda, mejor encaminadas. El día que repleten alcaldías, gubernaturas, diputaciones y senadurías con personas que realmente representen los intereses de las féminas y hagan escuchar sus reclamos en las instancias donde el gobierno no puede voltear a otro lado, mucho camino a su favor habrán recorrido.
Pero si no pueden hacerlo, porque las posiciones de poder siguen cooptadas por el patriarcado, entonces atesten los medios de comunicación, que sean las mujeres las que escriban, hablen o se muestren de primera mano, no como sucede tras las protestas callejeras, en que sus actos son referidos, con la mejor de las suertes, desde ecos periodísticos de dudoso comprometimiento moral. Valor y disposición les sobran para hacerlo, pero requieren de organización, de una guía que vaya más allá de convocatorias en redes sociales para salir a «hacer ruido».
Lo más doloroso es que el problema ni siquiera reside en el vandalismo per se, sino en la estupidez que lo precede y justifica. Cuando la ignorancia se abona con ideologías, no tarda en surgir el extremismo. A partir de ahí ya no habrá posibilidad de diálogo ni resquicio para debates. Solo existirá una razón y una única forma de defenderla: con violencia.
Habrá que recordar entonces las palabras de Mahatma Gandhi, «ojo por ojo y el mundo acabará ciego», o mejor, más acorde al tema, tanto ruido —con sentido, pero sin dirección— terminará por dejarnos sordos a todos y entonces ya no quedará nadie para escuchar.
Un comentario en “Con tanto ruido, terminaremos sordos”