Ante la incertidumbre de la política es fascinante el mundo de las encuestas. Sus pretensiones son mayores, no sólo decir la verdad, sino hasta calificarla con números. Si un gobernante es aceptado o rechazado, allí están las cifras. No importa si los más aceptados sean los más abusivos y los menos avenidos al juego democrático y a la libertad de expresión. El refugio de un número no sólo reconforta, también avala y proyecta para asumir maniqueamente que el pueblo manda sin importar votos, leyes, razones o valores. La encuesta, cuando es favorable, se sobrepone a todo y a todos, al asumirse que es la constatación de que la soberanía popular habla en números y lo hace a través de sus exégetas, las casas encuestadoras.
En la prospectiva electoral las encuestas son el mundo ideal porque anticipan lo que va a suceder, por eso el binomio medio de comunicación y casas de investigación es indisoluble, un matrimonio como los mejores, los que perduran, los sólidos y los de mutua e indisoluble conveniencia y connivencia. No importa que las encuestas se equivoquen una y otra vez. Lo que importa es la noticia, y vaya que las encuestas son noticia, aunque con frecuencia las desmiente la inasible realidad.
Las encuestas y las casas encuestadoras se han vuelto actores políticos de gran importancia; también, y de siempre, los medios de comunicación. No se sabe si es honroso, decoroso y honesto que el medio tenga su encuestadora propia o agencia exclusiva o si lo hace por encargo o divulga el trabajo ajeno. Equivocarse es de humanos y medios y encuestadoras, cualesquiera su relación contractual, recurren con harta frecuencia a invocarlo, aunque son muy pocos los casos en que el encuestador o el periodista tiene el valor para reconocer el desacierto y menos explicarlo. Ciro Gómez Leyva la honorable y honrosa excepción.
El uso de las encuestas en las elecciones tiene un pasado honroso. Fue cuando el mismo dirigente del PRI, Colosio, y hasta el presidente, Salinas, no sabían a ciencia cierta si hubo robo o fue auténtico el triunfo. Las encuestas de salida fueron un medio para la certeza. El órgano electoral las ha empleado con mejor precisión que nadie, pero no son encuestas de pronóstico, sino para medir el resultado de algo que ya aconteció. Encomiable su elevada tasa de acierto en las encuestas a boca de urna y todavía más los conteos rápidos, que no son encuestas, sino un acopio de resultados legales seleccionados con rigurosos muestreos estadísticos que han probado ser ejemplarmente precisos. En el oportuno reconocimiento oficial de la primera derrota del PRI en elección presidencial jugaron un papel destacado las encuestas de salida. Tiempos aquellos cuando el encuestado confiaba en el encuestador.
El problema son las encuestas de pronóstico y también las de opinión sobre el mejor candidato. Los partidos no quieren gastar dinero en procesos democráticos; además, asumen que dividen y generan daños a los precandidatos. Prejuicio arraigado que explica el proceso del oficialismo y el arrebato de Alejandro Moreno de anticipar la derrota de Beatriz Paredes en una encuesta que apenas iniciaba. Mejor, aunque con problemas nada menores, el proceso de la oposición.
Un error que los partidos se abonen en las encuestas para dirimir la competencia interna. Las encuestas no sólo son resultados de aproximación, son imprecisas y erráticas, más cuando se trata de procesar opiniones en un entorno de desconfianza y, especialmente, de inseguridad. La encuesta telefónica domiciliaria debe encarar la extorsión generalizada que padecen los mexicanos; la de telefonía móvil además de invasiva no tiene control de muestra y en la de vivienda aumentan los domicilios inaccesibles por el temor de la población. La no respuesta no se publica porque es abrumadora y revela la insuficiencia del método convencional.
No deja ser revelador de las fijaciones de los políticos y de los medios, así como medida de su interesada ignorancia sobre las encuestas y de los efectos indeseables de que el país transite a la selección de candidatos mediante el uso de éstas. La superficialidad de su interpretación y de su elaboración es digna de reflexión; no hay tiempo ni opinión válida sobre su indebido uso y revela un problema ético elemental que vuelve cómplices a políticos, medios y casas encuestadoras. Mejor aparentar que todo es perfecto, creíble y, sobre todo, exactamente medible.
Dos procesos
Comparar el proceso del oficialismo con el de la oposición conduce a reivindicar la competencia. Para las burocracias partidistas la competencia divide y compromete la unidad, pero es justo lo contrario. El PRI se debilitó por sus prácticas autoritarias, particularmente en la designación de candidatos. El peor momento del PAN se dio cuando perdió su tradición de que las candidaturas se ganaban cara a cara, ante un órgano libre y representativo de iguales y no con la imposición.
El presidente López Obrador hizo suyo el prejuicio contra la competencia. Entendió que no podía haber imposición tipo priista, no porque significara hacer propios los usos y costumbres que tanto dice repudiar, sino porque llevaría a la división y le restaría fuerza competitiva a la aspirante de su preferencia, Claudia Sheinbaum.
El triunfo de Claudia se construyó desde tiempo atrás. A todos queda claro que es la favorita, la preferida para darle continuidad al proyecto. Adán Augusto representó un seguro de contingencia. Andrés Manuel concedió a Marcelo Ebrard abrir el proceso bajo la certeza de que no habría cambio de lo construido con anticipación. El tema no fue la renuncia de los aspirantes a sus respectivos cargos, concesión mayor y con un elevado costo a su Gobierno, sino que no hubiera competencia, debates, propuestas ni criterios de diferenciación.
Distinta la historia en el Frente, donde el diseño ha sido darle cauce a la competencia y al anhelo de muchos de ser considerados opción. En estos momentos todos coinciden en que hay un enfrentamiento civilizado y respetuoso entre Xóchitl Gálvez y Beatriz Paredes. La contienda es real, abierta y de tensiones reales con los matices y la cordialidad propia de disputar la representación de una coalición muy amplia y diversa.
Las diferencias de los dos procesos saltan a la vista. En el oficialismo la discusión se centra en la autenticidad de la contienda y particularmente en la interferencia ilegal del Gobierno y el uso sin freno de los recursos públicos. No hay imparcialidad y por ello el presidente tiene que salir a precisar que todos se han portado bien, que Marcelo entienda la fiesta y el baile que le corresponde. La percepción de farsa es inequívoca.
Las heridas de la contienda interna sanan cuando es auténtica, justa y con conducción dominada por la imparcialidad, no las de un proceso con dados cargados. Aun así, no habrá ruptura en el oficialismo porque el poder cohesiona, mientras que la unidad a construirse en el Frente tendrá otra dimensión, obligada porque se trata de ganarle a un adversario poderoso y dispuesto a todo. Para ello se requiere la suma de la diversidad, además de que el planteamiento ha sido el ofertar un Gobierno de coalición, que se construye en el comportamiento de la ganadora y los no favorecidos. Es un resultado que plantea la necesidad de ausencia de perdedores, porque la batalla que importa apenas inicia y es tarea de todos ganarla. De por medio está la defensa del sistema democrático, de las libertades públicas y de la existencia de la pluralidad.
Los aspirantes mucho aprenden del proceso en el que participan. Pero no es igual la experiencia propia de una contienda auténtica, razonablemente justa y con la incertidumbre del desenlace. En la farsa o trampa la derrota es amarga y sólo la matiza el reparto de beneficios materiales o de promoción política, además el ganador nada bueno aprende.
Para quienes compitieron en el Frente seguramente llegan a la cuenta que la política importa y mucho. Las bases y lealtades partidistas son reales y deben considerarse. La ciudadanización totalizante es falsa si se entiende como negación de la política o de los proyectos comunes, caso de los partidos políticos. Para ello es menester diferenciar a las dirigencias o cúpulas de las bases sociales. Los partidos importan, por más disminuidos, desprestigiados y mal dirigidos que sean.
La comunicación es lo más relevante de la actualidad política. Fundamental para convocar, convencer y movilizar adhesiones. La opinión publicada juega, al igual que la cobertura veleidosa por los medios de la realidad y de la contienda, más con la mala lectura de los múltiples estudios de opinión que son parte de la decisión de ambos procesos.
El oficialismo ofreció reglas que niegan la contienda y la parcialidad restó credibilidad al ejercicio; el Frente, muy superior en diseño y operación, así es porque se entendió que la competencia fortalece.