Damas y caballeros águila

Las soluciones suelen facilitarse cuando invertimos voluntad. Los mexicanos ya hemos demostrado que las tenemos y que nos empodera como sociedad

Esa mañana al entrar a la casa materna, procedente de otra ciudad en donde aún vivo, fui sorprendida porque no se me esperaba como siempre. Se me esperaba con prisa, la familia completa se disponía a salir para ir al Zócalo de la hoy Ciudad de México.

Me apresuraban a que me dispusiera a tal evento, nadie quedaría en casa y ya de paso, almorzaríamos por allá.

¿A qué vamos? Pregunté sorprendida. Al mitin con Andrés Manuel López Obrador, me contestó un hermano.

¿Es en serio? Pregunté en otro momento, ¿y eso?

No tienes idea, ¿verdad?, me dijo con cierto tono de enojo mi filial interlocutor.

No tengo idea de por qué vamos ni a qué vamos, ni de cuándo acá esta familia se volvió activista, pero si me platican me sintonizo de volada, afirmé; cuando ya estábamos acomodados en un primer transporte.

Ya estamos hartos de estos hijos de la chingada y vamos a apoyar a Andrés Manuel, cuéntale Chela a la negra lo que pasó en tu hospital.

Pues resulta que en el Hospital General, cada vez que hay elecciones, como trabajadora social que soy, me toca organizar la votación de los hospitalizados. Y estas elecciones que pasaron, cuando estaba organizando mi primer grupo de pacientes, fui notificada que tal acción no se llevaría a cabo. Pregunté naturalmente cuál era la razón, y la respuesta que obtuve fue que acababan de llegar varios camiones llenos de monjas a votar y que ya no quedarían boletas para los hospitalizados. En seguida me dirigí a verificar lo dicho y, efectivamente, había más de diez camiones de donde bajaban monjas de todos tipos, las clásicas u ortodoxas; las que no parecían ni de chiste porque iban muy pintadas; las que más bien parecían lideresas, porque iban organizando a las demás, etcétera. Lo cierto es que los camiones que se veían, aunque fueran llenos de monjas, no era para que se agotaran las boletas, lo comenté a quien supervisaba esa operación y fui objeto de una reprimenda amenazadora por cuestionar.

A nosotros, dijo otra hermana, hablando en nombre de los familiares que trabajan en el Instituto Mexicano del Seguro Social, no estuvieron hostigando acerca de que, si ganaba Andrés Manuel, iba a quitar todas las prestaciones laborales e iba a despedir a montones de trabajadores.

¿Y quién les amenaza? Pregunté llena de intriga. Los del sindicato —me contestó mi hermana— ni para contestarles nada, ponen una cara de mafiosos que no pueden con ella.

¿Y tú les creíste? Volví a cuestionar. Por supuesto que no, dijo mi hermana, pero hay mucha gente a la que sí logran espantar.

Son las maniobras del Gobierno a través de su estructura, afirmé. No solo fue en el Gobierno, contestó mi hermano, también en la iniciativa privada. En varias empresas hicieron lo mismo, amenazaron con que se irían del país si ganaba Andrés Manuel, hacían juntas para manipularlos sicológicamente de que se quedarían sin trabajo y sin poder llevar comida a sus familias. Varios de nuestros sobrinos te lo pueden platicar.

Para entonces ya íbamos en el último tramo de nuestro camino, en el metro de la ciudad capitalina. Yo iba digiriendo aquellas historias tan lejanas a mi contexto geográfico. No es que no pensara que el espurio había robado la Presidencia, o en la desfachatez de regalar tarjetas de Soriana, si no que no tenía idea de lo que habían sido capaces de hacer en la ciudad en donde Andrés Manuel tenía más seguidores.

El metro estaba como casi todos los días, hasta el copete de lleno, lo raro es que era domingo y se percibía una emoción como cuando hay partido de futbol América vs. Chivas y me puse a observar a la gente.

Los pasajeros del metro de aquel día llevaban la misma prisa de mi familia, la misma energía de «ya nos tienen hasta la madre», y la necesidad de expresarlo de alguna manera. No iban al América vs. Chivas, iban a enfrentar la frustración colectiva y a ganarle a la furia nacida de que «lo que nos acababan de hacer otra vez».

En una frase, me dirigí a mis acompañantes; en una frase… ¿qué nos hicieron en esta elección?, propuse verbalizar.

Se burlan del pueblo.

Nos quitan la dignidad.

Ofenden nuestra inteligencia.

Nos pisotean.

De volada salieron las frases de mi grupo familiar. Para entonces íbamos saliendo del metro y la sorpresa fue mayor.

La gente que atendíamos la convocatoria —cientos de miles—, nos transformamos en un colectivo tan diverso y empoderado como nunca me había tocado experimentarlo. Yo me llené de emoción al ver a la viejita en silla de ruedas con su letrero en papel estraza apoyando al líder del mitin; a la familia que seguro procedía de Polanco o algún lugar parecido con su enorme bandera de México; a grupos de jóvenes con su camiseta del equipo de futbol mexicano y sus trompetas; a la señora con niños y su cartulina llena de colores y dibujitos; al señor en muletas que apenas podía avanzar, pero tenía en sus ojos la emoción de haber podido llegar. Era un mosaico humano espectacular y vibrante.

Lo que sucedió en el mitin se vivió con una enorme atención, con gritos que buscaban gestionar la frustración y con esa pasión con que fuimos dotados los mexicanos. Después de ello, el centro de la ciudad se llenó de comensales y los restaurantes ganaron. «Saber que se puede, creer que se puede», sonaba en el Zócalo, pero esa canción no lograba que dejara de doler el alma, como si en ella nos hubieran incrustado una a una las incisivas espinas de un nopal.

Parados en el nopal

Cuando me hallaba frente a la boleta y mi decisión ya estaba tomada, tenía mi pecho acelerado, como quien sabe que se está jugando mucho en un acto. Deseaba que se convirtiera en presidente ese mexicano al que le habían arrebatado las dos elecciones presidenciales anteriores.

La votación transcurrió con una participación sin precedentes, el día fluyó y se respiraba sin duda esa esperanza que te da «la tercera es la vencida» sin más. Empezaron los conteos, que no eran capaces de tranquilizarnos, porque en ese escenario el espurio se robó una elección. Por fin, José Antonio Meade, tratando de rescatar algo de dignidad, salió desde el oficialismo a declarar que la elección estaba ganada por AMLO y la fiesta del pueblo comenzó y duró hasta avanzada la madrugada.

Hoy, como después de toda fiesta y al revisar de manera más ampliamente los resultados, me asaltó la sorpresa por entregarle tanto poder a una sola fuerza política. La esperanza enorme del día anterior lo abarcaba todo y no dejaba espacio a visualizar escenarios. Muchos sentíamos susto por ese resultado tan avasallador. Tiene sus riesgos, es verdad, pero ya lo hemos vivido, tenemos experiencia en ello y podemos ver a tiempo y actuar con congruencia ante lo que se presente, pensé. El resultado se dio como consecuencia de la copiosa votación y voluntad de muchos mexicanos, pero también del hartazgo que cultivaron despiadadamente los actores políticos vigentes y su cinismo exacerbado. De ello somos responsables todos, unos por hacer y otros por permitir y adaptarse.

Hoy, seguimos siendo responsables todos. La buena noticia es que estamos a tiempo de evolucionar y ser más conscientes de nuestro rol. La democracia es un concepto que implica mucho más que ir a votar. El panorama de nuestro país es complejo y ni AMLO, ni Mead, ni Anaya, ni el Bronco a caballo podrían solos con la tarea. En redes sociales un meme planteaba que nada va a cambiar si tú no estudias, no haces bien tu trabajo, no te comprometes, no eres puntual, en fin, si no cambias; porque la corrupción ya no es únicamente un adjetivo aplicable solo a los políticos. La corrupción ha permeado a la sociedad entera y en las escuelas, en los trabajos, en la cuadra y en todas partes tenemos evidencia.

Reconciliémonos, dijo AMLO, buena invitación; con nosotros mismos, con nuestro derredor y como sociedad. Invirtamos toda nuestra energía a construir, que destrucción tenemos acumulada bastante y hemos gastado mucho tiempo dinero y esfuerzo y el tiempo apremia —por eso la amnistía, creo—. Hemos entregado mucha confianza, es cierto, pero eso no quiere decir que nos durmamos en nuestros laureles, la casa es de todos y todos debemos cuidarla como se cuida lo más valioso de la vida. Construyamos una colección nueva de conceptos sociales a partir de practicarlos. Si bien el panorama es complejo, las soluciones suelen facilitarse cuando invertimos voluntad. Y los mexicanos ya nos hemos demostrado que las tenemos, y que nos empodera como sociedad y eso es madurar socialmente.

Me siento orgullosa de que México haya dado este paso sin precedentes en la vida política del país por muchas razones. Abracémonos y recuperémonos.

Entremos a un proceso de cambio para bien, que de simulaciones ofensivas ya fue suficiente. Ya estamos posados en un nopal. Ahora solo falta, devorarnos la serpiente.

La serpiente…

«Para que llegue lo nuevo se requiere: Sostener vacíos y soportar incomodidades».

A casi cuatro años de iniciada la transformación encabezada por Andrés Manuel y a dos de elegir un nuevo presidente, la lucha por lo mejor que le puede pasar a nuestra nación está encarnizada. Dos grupos enfrentados: los que creen que lo mejor para México es sostener privilegios para unos cuantos (ellos) a costa de la dignidad de la mayoría (ignorantes e inferiores); y los que creen en el bien superior se halla en procurar el bien de todos porque todos somos México, damas y caballeros águila. E4

Orgullosamente mujer nacida en la hoy CDMX, pero con una marimba jarocha en el corazón de tiempo completo. Contadora Pública de profesión por casi 30 años, docente universitaria por vocación desde el año 2000 y escribana aprendiz desde que sentí en mi alma la necesidad de expresarme. Escribir es mi pasión, por la sencilla razón de que escribir sana, pone brillo especial en mis ojos y dibuja inevitablemente una sonrisa en mi rostro. Creo que eso es ser feliz.

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