No abordaré hoy el tema del General Cienfuegos y su inesperado e insólito desenlace porque está lleno de conjeturas, sospechas y otras lindezas; tampoco girará mi artículo en torno a la apocalíptica cifra de los cien mil fallecimientos por COVID-19 que a las autoridades de salud y a la presidencia de la república les gusta minimizar; evito para esta colaboración ocuparme de la violencia imparable que todas las fiscalías —el gobierno federal a la cabeza— se regodean en la insistencia de que han logrado abatir; desisto de indagar sobre la desarticulación del sistema de salud y la falta de medicamentos y que, otra vez el gobierno federal, no ha podido atender satisfactoriamente aunque el impacto en los enfermos sea dolorosamente lamentable. No, no abordaré ni una sola palabra en torno a esos temas.
Hoy llamaré la atención sobre otro hecho que parece haber pasado desapercibido pero que es tan impactante como los anteriores. Los desastres en Tabasco y Chiapas.
Al ver los resultados de los desastres y su duración prolongada, no pude evitar asociarlo a lo que, hace muchísimos años, le ocurrió a mi pueblo. Eternamente abandonado a su suerte, sin que nadie se ocupara de aliviar su pobreza y los estragos que ésta produce, sin que nadie tampoco se conmoviera un poco de su tragedia cotidiana, San Juan del Cohetero, mi pueblo, pasó por mucho de este dolor por el que hoy pasan los tabasqueños y los chiapanecos, mexicanos todos; todos también sumidos hoy en el abandono y la miseria.
Mire usted la semejanza de lo acontecido en mi pueblo en 1910 con lo que ocurre en estas entidades en 2020.
Sin caminos que comunicaran al rancho con el resto del territorio de la república, sin escuela para instruirse aunque fuera en el oficio de hacer cuentas, ni templo para sentir la apabullante cercanía de Dios, el mundo se reducía a la gran llanura sin ganas de acabarse y a la lejanía azul de la sierra de la Paila, y sólo por el dicho de los varilleros que, de vez en cuando, llegaban como por descuido hasta San Juan del Cohetero, rumores de un levantamiento social que se había echado a andar quien sabe por qué.
Pero la gente de mi pueblo sólo sabía eso de oídas, igual que sabía de la existencia de otros ranchos más allá de la llanura: Jalpa, El Porvenir, La Esperanza, San José de la joya, La rosa y Seguín; también de oídas sabía de la existencia de pueblos grandes, una cabecera municipal, una capital del Estado y, como un eco lejano, que gobernaba al país con mano dura, desde hacía unos buenos años, un tal Porfirio Díaz, un antiguo héroe con grado de general surgido de la guerra contra los franceses. No más, ni para bien y para mal.
Los mismos personajes de comercio, fueron a contar la historia de unos hermanos Serdán oriundos de Puebla y de un respetable señor Madero, rico en haciendas y dinero, originario de Parras de la Fuente, que algo se traían contra ese hombre de Dios, que se echó a cuestas la tarea de conducir los destinos del país desde hacía ya muchos años.
Después las noticias fueron más concretas y contundentes: Madero llamó a la nación entera a levantarse en armas para el 20 de noviembre de 1910 y los hermanos Serdán fueron masacrados en su propia casa, por andar en los mismos asuntos; también les hablaron de los primeros levantamientos armados, con triunfo y todo, en Ciudad Guerrero y Pedernales, Chihuahua, inicial embestida formal de los revolucionarios contra el régimen de Porfirio Díaz.
Sólo eso, resonancias de eventos que ocurrían lejos, muy lejos de la gran llanura donde se asienta San Juan del Cohetero y a donde sólo llegaban como un eco apenas audible entre el rumor del viento y que no alcanzaba para bien entender la causa de toda aquella revuelta.
Por la cabeza de la gente de mi pueblo, no pasaba que la presión despótica ejercida por autoridades locales al entrar en contacto con los proletarios vía presiones arbitrarias y múltiples formas de hostilidad así como el entorpecimiento de la libertad de trabajo, eran uno de sus motivos; que la esclavitud de hecho en que se encontraba el peón debido a los privilegios de que gozaba el hacendado, era otro; tampoco que la competencia ventajosa ejercida por la gran propiedad rural llamada hacienda sobre cualquier otra a la sombra de la desigualdad, así como el predominio y la competencia ventajosa ejercida también por los extranjeros a través de una desmedida protección por parte de las autoridades y una injerencia directa de los representantes diplomáticos, sobre los nacionales, acentuaba los motivos para la alzada.
Ignoraban que de aquellos acontecimientos surgieron los primeros hombres al frente de contingentes dispuestos a la lucha armada: Abraham González, Pascual Orozco y Francisco Villa, en Chihuahua. Luego, como en cascada, le siguieron Domingo, Eduardo, Mariano, Andrés y José, todos Arrieta por parte de padre, y León, por parte de madre, en Durango; Ramón F. Iturbe, en Culiacán; Cándido Aguilar y Rosendo Garnica, en Veracruz; Cesáreo Castro y Francisco Coss, en Coahuila. Nombres de los primeros guerrilleros que trazaron con claridad el mapa conceptual de que aquello no era obra aislada ni de levantiscos improvisados llevados a cabo por bandidos y forajidos, sino de una guerra en forma, con gente organizada que sabía bien lo que quería en las batallas y que intuía un horizonte de bienes al final de aquel azoro de balas.
Pero que conste, en San Juan del Cohetero, sólo sabían esto de lejecitos, sólo oían sus rumores y, por eso, aquello los perturbaba poco.
Bueno, he recordado esto porque los acontecimientos de Tabasco y Chiapas, sumidos en el agua de los desastres naturales, al presidente sólo le llegan de lejecitos, como rumores inconexos que la molesta televisión conservadora y neoliberal lleva a la audiencia sólo para estorbar la buena marcha de la 4T.
Así lo vimos desde acá cuando ya, sin remedio, tuvo que ocuparse de aquello. Pero lo hizo bajo el signo de la insensibilidad: tarde y en helicóptero, quizá para no mojarse los zapatos. Es cierto, el gobierno federal no es culpable de la grave contingencia; es parte de un proceso de la naturaleza.
Pero, si bien eso es verdad, su reacción tardía para atender eso lo vuelve criminal, sobre todo si se considera que sabían de la gravedad del acontecimiento pues era una decisión directa del presidente —según lo reconoció él mismo— para desalojar agua de una presa.
Por esta vez el presidente cumplió su promesa: primero los pobres, que se inunden así, sin más, al cabo que son aguantadores. Que la nación se lo demande.