De suposiciones y otros espantos

Supongo que cada generación debe atravesar un período difícil en la vida, cuando elementos externos condicionan su existencia y prolongan el reto no por días, sino por años. Ambas circunstancias —la imposición, primero; la demora, después— cargan de fatalidad la durabilidad de ese lapso aciago y obliga a la adaptación so pena de sucumbir ante el fracaso y, de camino, rendir nuestra propia existencia a los pies del destino, divino o no, ¿qué importancia tendría ya?

Supongo que, para no desencajar con esta hipótesis, los abuelos de nuestros abuelos mencionarán la hambruna y el desabasto que durante mucho tiempo marcaron a millones de personas e hizo desaparecer a otras tantas al otro lado del mundo, hasta que los bolcheviques se salieron con la suya y no… no eliminaron las carencias, quizás hasta las acentuaron, pero la muerte del zar Nicolás II y el asesinato de toda su familia por parte de los revolucionarios rusos propició el advenimiento del comunismo e insufló esperanzas a muchos porque, al final, toda esperanza se erige sobre la posibilidad de un cambio que los conduzca a una realidad mejor.

Supongo que los hijos de esos abuelos, bisabuelos nuestros pues, saltarían de inmediato para decir que a ellos les fue peor. Seis años de guerra. Vale decir sangrienta, encarnizada, brutal, que son atributos propios de casi todas las guerras. Las enciclopedias estiman entre 40 millones y 100 millones las víctimas mortales que pagaron ese conflicto. Se trata de una diferencia enorme —prueba de que las estadísticas no sirven para medir la desdicha humana— y, a la par, insignificante. Lo primero no requiere explicación. Lo segundo, sí. Su insignificancia se justifica por nuestra incapacidad para percibir más o menos dolor frente a números que sobrepasan nuestros sentidos. No lloraremos sesenta millones de veces más. Los números pueden ser muy exactos en la ciencia pero resultan completamente inútiles frente a la congoja. Un millón de muertos. Dos millones de muertos. Sabemos que no es lo mismo, pero nos da igual. Sin deje peyorativo. Tomada la frase tal cual. No podríamos fraccionar nuestras emociones y hacer corresponder la proporción correcta a cada difunto. Antes, nos acogeremos a la norma de John Donne y tampoco nosotros preguntaremos por quién doblan las campanas.

Supongo que nuestros abuelos —así a secas, sin prefijos— tampoco se quedan atrás pues les tocó otra guerra, reticente y fría, como ira de mujer, que por años obligó a desconfiar del amigo, del vecino y hasta del familiar. En un gesto, en una llamada telefónica, en un chiste fuera de lugar, podría sobrevenir la inculpación explícita o el chivatazo solapado. Las cacerías de brujas eran el pan nuestro de cada día y, donde el pan escaseaba, se llenaban con consignas e ideologías los platos vacíos. Quizás no se evidenciaba la estrategia bélica ni cayeron bombas del cielo ni se comercializó carne de niños en latas, pero todos estaban al tanto de los mil y un planes de guerra que jamás se hicieron y sabían a qué refugio correr cuando las bombas que tampoco llegó a soltar el enemigo cayeran en suelo patrio y las latas de conserva se abrían con cuidado y se revisaban con recelo antes de ser ingeridas no fuera a ser que, de pronto, apareciera entre la carne molida el ojo o el diente de un infante.

Supongo que a nuestros padres, acá, al sur del Río Bravo, en las Américas de colores vivos, indios sempiternos y mujeres que echan a volar envueltas en sábanas, también les hicieron pagar su cuota de años difíciles cuando las revoluciones empezaron a hacer de las suyas y convirtieron la promesa de un futuro mejor en pieza clave para derrocar gobiernos. El totalitarismo y la autocracia se diseminaron por doquier. Los asesinatos se hicieron llamar ajusticiamiento; los golpes de estado, reclamo social, y los dictadores, presidentes. Todos defendían la democracia así que la democracia, para quedar bien, pasó a ser la prostituta que llenaba la fantasía de quien la poseyera y cambiaba de forma según las disposiciones del lugar y el momento. La gente, que siempre le ha temido a la muerte, empezó a temerle a la policía y al ejército que, por esos años, fungían como emisarios de la parca (y aún lo hacen).

Supongo que, a nosotros, en cambio, nos toca este raro castigo que, por más que lo presenten con sustantivos médicos, se me sigue antojando capricho divino. El enemigo es pequeño y mortal. Ha logrado infiltrarse en nuestro día a día y, con idéntico acierto, lo ha logrado modificar. No cargamos un arma a la cintura, pero debemos protegernos con mascarillas. Hoy, también, nuestra pareja, nuestra madre, nuestros hijos, pueden llegar a traicionarnos y mandarnos al hospital o al cementerio, sin que la ingenuidad que precedió al contagio —el afecto en la calidez de un abrazo o la belleza emotiva de un beso— logre menguar la culpa que, desde ese día y hasta el último que les corresponda, habrán de cargar en su conciencia. La disciplina capaz de salvarnos tiene mucho de exigencia militar. Sin cuartel ni sargento, pero cuyo incumplimiento podría resultar mortal. No hay enemigo tangible. No hay dictador a quien culpar. Y esa, quizás, sea la parte más difícil. Porque corremos el riesgo de morir sin verle la cara a nuestro agresor.

Supongo, sin embargo, que no hay por qué quejarse. Llevamos poco más de un año de pandemia y hay otros, en este mundo que desconocemos y compartimos, batallando por más de medio siglo con hambre, abusos y miserias. Palabras que, escritas, poco valen, pero convertidas en vivencias, hieren y hartan. Entonces, digo, tratemos de encontrar el modo de sobrevivir y, de ser posible, superarnos, porque asumir el milagro de la vida para entregarla al sinsentido y la muerte, no tiene razón de ser. O, al menos, eso supongo.

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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