Las imágenes dicen más que mil palabras y cuando de inseguridad se trata, la impresión que dejan ataques como los que se vivieron en Ciudad Juárez, Chihuahua y en Baja California, dejan claro para muchos ciudadanos que la percepción de los acontecimientos no son una magnificación si no una preocupación porque la delincuencia organizada atacó a la sociedad civil para llamar la atención y exhibir al Estado sin estrategia de combate a este tipo de reacciones.
Además de las imágenes y de los 10 muertos en Juárez, subsisten las estadísticas nacionales, confirmadas por la propia autoridad federal, del registro de 260 muertes violentas provocadas por el crimen organizado en el país en sólo cuatro días (9 al 14 de agosto), una vez más una realidad que tiene sustento no en percepciones o interpretaciones, sino en datos duros que alimentan aún más la desconfianza, coraje y dolor de todos, víctimas y ciudadanos que hoy habitan territorios dominados por la inseguridad.
En el análisis de los hechos y el recuento de los daños, sobre todo en el caso específico de Ciudad Juárez, hay que evaluar las acciones de violencia extrema cuya intención principal era generar terror y miedo, pero además retar a las autoridades y exhibir su falta de capacidad profesional y táctica para enfrentar acciones perfectamente planeadas y coordinadas para evitar detenciones.
Lo más doloroso, es que en esta ocasión los ataques no fueron entre delincuentes, tampoco contra policías, soldados o marinos o autoridades de Gobierno; ahora el ataque armado fue contra ciudadanos y trabajadores que a plena luz del día laboraban o acudían a realizar algunas compras.
Muchos fueron despojados de sus vehículos para quemarlos y bloquear calles y avenidas sin que autoridades de los tres niveles de Gobierno pudieran impedir las agresiones de los delincuentes que lo mismo balacearon negocios y quemaron tiendas de conveniencia.
La respuesta del estado fue insuficiente no sólo el jueves, también viernes, sábado y domingo continuaron los ataques, incluso con la presencia de soldados que llegaron a la ciudad fronteriza pero que no pudieron contener los ataques e incendios que continuaron en varios puntos de la comunidad.
Los discursos gubernamentales y políticos minimizaron el efecto de los hechos y por el contrario aseguraron que se magnificó el tema por parte de opositores políticos sin siquiera enviar un pésame a las familias de los 10 muertos que se tuvo en una sola jornada.
Es triste escuchar y leer el mensaje del Estado que simplifica los hechos y no observa que el ciudadano no encuentra, en esa respuesta, la explicación a los hechos y la fortaleza que exhibe la delincuencia organizada sobre las autoridades y que la seguridad pública más allá de las promesas de campaña en las que se aseguró que el ambiente cambiaría y no que empeoraría.
La percepción de inseguridad no es un tema de publicidad, de política o de magnificación personal; el sentimiento está basado en imágenes y estadísticas que no se pueden negar y que, aunque así se pretenda, no convencen ni a los afectados ni a la opinión pública.
No es alentador observar que una nueva era de terrorismo inicia en México y que ahora puede afectar a cualquier ciudadano por encima incluso de las fuerzas de seguridad y de Gobierno y que la nueva forma de violencia del crimen continuará pues la respuesta el Estado la estimula y le permitirá no solo operar si no aumentar su intensidad.