Infamia

Hace muchos años Rosa Luxemburg, tan vituperada hoy como poco leída y, menos aún, cabalmente comprendida en sus análisis sobre el capitalismo, preveía que los mercados del futuro producirían millones de seres humanos privados prácticamente de todo: tierra, trabajo, talleres, pero, sobre todo, de sus redes de seguridad colectiva, esas que proporciona la común relación entre hombres y mujeres en el marco de las sociedades en que se desenvuelve su quehacer.

Quizá sin proponérselo el análisis de Rosa Luxemburg se convirtió en una profecía hoy plenamente cumplida, por lo menos en nuestro país.

En efecto, muchos años después de aquella reflexión, en la contemporaneidad señalada por el tiempo presente, esas redes de seguridad son prácticamente inexistentes para grandes masas poblacionales que viven en un mundo lleno de convulsiones sociales y que experimentan toda la miseria humana sin que nadie, ni siquiera el Estado moderno, pueda hacerse cargo para propiciar las condiciones más elementales para esperar ver consumado el mínimo estado de bienestar; hoy, por cierto, tan pregonado en la actual administración.

En algunos lugares, como en México, por ejemplo, la desaparición de esas redes de seguridad colectiva está asociado a hechos múltiples de la vida cotidiana con que se construye la realidad que se vive a diario. Basta con citar unos cuantos, los más visibles y contundentes.

Entre ellas, por supuesto, sobresalen las masacres ocurridas con demasiada frecuencia a todo lo largo y ancho del territorio mexicano. En él, bandas de criminales y traficantes de drogas, enmascarados muchas veces como combatientes por la libertad, ocupan los vacíos en donde el Estado no quiere, no puede o no le interesa ejercer su grado de influencia para llenarlos.

Si ya de por sí la mera existencia de estas organizaciones del crimen, agrupadas en cárteles, constituye un problema que pone en crisis la estabilidad social, lo que se deriva de ello supera con creces todo lo que es posible imaginar: un infierno. Su presencia obliga a centenares de miles de personas a dejar sus casas, sus pueblos, su región, si es que no quieren ser asesinados ahí mismo.

A partir de eso deben realizar una movilidad masiva e incierta que los fuerza a arreglárselas como mejor puedan lejos de sus lugares de origen, incluso más allá de las fronteras de la patria porque en este, su país, no tienen cabida.

Es el caso de los migrantes, locales y de otras fronteras que, sin redes de seguridad que los protejan, ya fuera de sus lugares de origen, formarán una nueva categoría sociológica que, para eludir todas las implicaciones de carencia, serán designados con el pomposo nombre de «refugiados», a la vez que serán confinados en «refugios seguros», a la manera de los peores momentos de los campos de concentración nazi, para que sus problemas no desborden el límite impuesto por alguna autoridad superior. Guanajuato, Jalisco, Ciudad Juárez, Tamaulipas y Baja California, son señales visibles e irrefutables de que esas redes de seguridad fueron arrebatadas por el crimen organizado.

Sin redes de seguridad también los mineros, ahora tan de mala moda por la tragedia coahuilense que se vive hoy, pero cuyo abandono histórico los ha mantenido al margen de toda justicia social sin que nadie se haya ocupado de mejorar su condición de esclavitud a la vista de todos, más allá del discurso, del oportunismo y de tomarse la foto de un mal entendido acto solidario; tal y como ocurrió en la visita relámpago efectuada por el presidente de la república a Sabinas a fin de aprovechar el drama con fines publicitarios.

Sin redes de seguridad las mujeres mexicanas que mueren a diario por una violencia que parece no tener fin. Las estadísticas son contundentes y las puertas de los funcionarios no se abren cuando se trata de recibir los legítimos reclamos de quienes no han sido atendidas porque, en palabras del propio secretario de gobernación, no se confía en ellas.

Sin redes de seguridad los enfermos de este país que se ven enfrentados a un estado de incertidumbre por la carencia de medicinas que un sistema de salud, desmantelado en este sexenio, no puede garantizar nada. Recuérdese que, durante la pandemia, cada quien tuvo que vérselas con sus propios recursos, es decir, solos.

Sin redes de seguridad colectiva los pobres de este país tienen que aferrarse a la humillante esperanza de recibir una pensión que los exhibe en largas filas en condiciones climáticas no siempre favorables, para así aclamar públicamente las «bondades» que el presidente del pueblo les ofrece.

Pero sin importar si son problemas de los migrantes, de mineros, de feminicidios, de los enfermos que están carentes de medicinas, o de la pobreza en general, este mínimo recuento de ejemplos que ponen en evidencia la supresión de las redes de seguridad colectiva, hay un elemento común en todos ellos: simbólicamente todos son apátridas de fantasmagórica presencia porque han sido despojados de cualquier seña de identidad; es decir, de todo el conjunto de cosas que son portadoras de significado: tierra, casa, pueblo, ciudad, región, patria, padres, oficios, ocupaciones y otros muchos referentes de cultura cotidiana con los que se autoconstruye la persona.

Es así porque el Estado mexicano no quiere hacerse cargo de ellos; digo, hacerse cargo verdaderamente, porque en el discurso sí; no en la realidad, sin embargo. Ahí el Estado mexicano a través de sus gobernantes (el presidente y los aliados), ha reducido a las personas a una masa sin rostro negándoles, además, el acceso a las más elementales condiciones que conforman el bienestar y a partir de los cuales es posible tejer los hilos que tradicionalmente constituyen la trama de las identidades.

Naturalmente esta triste condición tiene una explicación coherente. Todo se deriva del hecho que el presidente de la república ha confundido el acto de Gobierno con una cuestión de conciencia moral que le otorga la tranquilidad de estar bien con su conciencia.

Pero gobernar no tiene que ver con ese acto personal de íntima condición. Gobernar es una cuestión de inteligencia, de sensibilidad, de políticas públicas, de proyectos viables, de una concepción de estado que permita construir una nación fuerte, progresista, que sepa enfrentar los desafíos que el mundo globalizado plantea como problemas a resolver.

Si las acciones de Gobierno no se ven así, todo lo demás resulta lo que hasta ahora se ha visto que es: una infamia.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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