Doña María Elena Larrea de Rivero (QEPD), el testimonio de una vida maravillosa

Así nos cuenta su vida doña María Elena Larrea Peón de Rivero, con discreta elegancia en ese singular testimonio que plasma en su libro Vida y pensamiento, un venturoso legado para su descendencia. Se trata de un texto que bien cabe en el género de la autobiografía porque nos habla de sí misma y también en el género de las memorias porque relata generosamente a los demás.

Hace ya medio siglo que este columnista conoció a doña María Elena y a su esposo, don Francisco Rivero Schneider, por la amistad del suscrito con su hijo Alejandro Rivero Larrea. En ese tiempo de la adolescencia nunca imaginé la grandeza de ambos personajes cuya alma viva trasciende en sus hijos, nietos y bisnietos, almas de sus almas cuyos ascendientes deslumbraron al mundo, una grandeza que la señora Larrea de Rivero nunca ostentó, signo inequívoco de su grandeza espiritual.

Y el mensaje de doña María Elena es edificante. «El afanarse en ostentar un nombre y un prestigio es aflicción de espíritu». Cuando ella nos dice en su libro que su anhelo siempre fue vivir una vida normal es que nos da una lección de modestia porque no es ninguna normalidad descender de los Larrea Pina, la familia más encumbrada de Cuba. Tampoco es normalidad descender de los Peón y Peón, cuyos ancestros sirvieron al rey Carlo IV en los Países Bajos. Ella no lo dice, pero nosotros lo deducimos: los Peón eran caballeros de los Tercios de Flandes, los mismos que Velázquez pintó de cuerpo entero en la tropa de su cuadro «La Rendición de Breda», con todo el honor que merecen los soldados magnánimos en la victoria. Luego los Peón llegaron a la Nueva España para conquistar Yucatán, la tierra natal de doña María Elena.

Al igual que sus padres, don Antonio y doña Nelly, ella y su hermano Antonio estudiaron en colegios de Europa y Norteamérica. En Nueva York vivió en casa de su tía Lolo Larrea de Sarrá, en la Quinta Avenida, frente al Hotel Plaza, «donde vivían mis amigas del colegio las Livanos», nos dice sin agregar nada más. Este columnista investigó quiénes eran tales hermanas y resulta que se trata de Athina y Eugenia Livanos, luego esposas de los magnates navieros Aristóteles Onassis y Stavros Niarchos. Las niñas consentidas del Plaza que, siendo adultas, fueron mimadas por el infortunio y la desolación. «Parva propia magna», nos dice doña María Elena cuando ignora lo anterior. Porque hay detalles que son mucho más grandes que lo material. Cosas que ella recuerda con cariño: «Era 21 de marzo, Domingo de Ramos —nos dice— y estaba en las escaleras de la iglesia de Santa Teresita en Las Lomas de Chapultepec con mi tío Luis Dinner y en eso se acercó un joven guapo, alto y güero y le dijo a mi tío: “¿Qué pasó Luis? ¿Me vas a presentar a tu sobrina o me presento yo?”. Y el tío Luis dijo: “María Elena te presento a Francisco Rivero Schneider”, no dijo más. Ese fue el día que conocí a Paco, un hombre maravilloso para el que no había imposibles. Nos casamos el 27 de noviembre de 1948, y nuestra boda fue inolvidable, yo tenía 22 años y Paco 27. Fueron 47 años de matrimonio maravilloso, inolvidable y de plena felicidad». (Continuará)

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