No se fueron a ningún lado. No están muertos o encarcelados. ¿Quiénes son estas personas? ¿Qué les pasó? Hasta ahora no lo sabemos, pero forman parte de una categoría a la que el escritor argentino Ernesto Sábato describía como tétrica y fantasmal, pues están simplemente desaparecidos.
En México, hasta hace poco tiempo desconocíamos las proporciones de esta catástrofe humana. En este reconocimiento del problema, como primer paso para enfrentarlo y establecer mecanismos de búsqueda, hace unos meses, la Secretaría de Gobernación a través de la Comisión Nacional de Búsqueda dio a conocer una cifra que es por decir lo menos, terrorífica: en México hay 105 mil 64 personas desaparecidas, un macabro conteo que contabiliza hechos ocurridos desde el 15 de marzo del año de 1964 a la fecha. De todos estos, 3 mil 589 fueron o son coahuilenses, e incluyen a los de Allende.
Las primeras desapariciones denunciadas en México se remontan a la llamada «guerra sucia» de las autoridades contra los movimientos de izquierda de las décadas de 1960 y 1980. Los casos de desapariciones se han disparado desde el 2006, luego de que el expresidente Felipe Calderón le declaró la guerra al narco, desatando una ola de violencia que aún enfrenta la actual administración.
El Comité de Naciones Unidas contra las Desapariciones Forzadas advirtió que México enfrentaba una «alarmante tendencia al alza» en los casos de personas desaparecidas. El principal organismo de derechos humanos de la NU dijo que las desapariciones representaban una «tragedia humana de enormes proporciones» y que «No se deben escatimar esfuerzos para poner fin a estas violaciones y abusos de derechos humanos de extraordinaria amplitud, y para reivindicar los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición», dijo la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet.
La desaparición forzada en México es un problema de todos, de toda la sociedad y de toda la humanidad en su conjunto. Más de 100 mil personas registradas como desaparecidas no son las únicas víctimas: Sus familias y allegados también sufren. Todos son víctimas.
Es con profundo dolor que escuchamos el terrible número de desaparecidos que solo crece y crece a pesar de todos los esfuerzos realizados por las víctimas, sus familiares, organizaciones de apoyo, así como por algunas autoridades del Estado, las desapariciones forzadas continúan ocurriendo diariamente en México, lo que refleja un patrón crónico de impunidad.
Yo conozco a muchas de sus familias y he podido observar sus rostros anochecidos por el dolor y el duelo permanente. Sé de sus desvelos, sus días y noches eternos, sus súplicas por no ser condenados al olvido. Buscan sin encontrar el sosiego para sus almas haciéndose todos los días la misma pregunta ¿Dónde están?
Pero con la desaparición de sus hijos e hijas, viene otro dolor que los persigue y hiere: el estigma de ser señalados, la indiferencia y de ser, incluso, tratados por muchos como enemigos. Y es que, a pesar de su dolor eterno, muchos que desconocen las causas y otros aun conociéndolas, han llegado a decir con ligereza que desaparecieron «porque estaban coludidos con criminales». Una respuesta injustificada desde cualquier ángulo.
La falta de ayuda oficial para investigar los casos ha llevado a las familias de los desaparecidos, especialmente a las madres, a formar grupos que buscan fosas clandestinas con la esperanza de encontrar a sus familiares. Ahí es donde surgen las decenas de colectivos de búsqueda ante la inacción de los Gobiernos. En Coahuila habrá que destacar el trabajo de Grupo VI.D.A., FUUNDEC y Alas de Esperanza. Hoy precisamente que se conmemora el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, recordé el poema que el escritor uruguayo Mario Benedetti les dedicó a los desaparecidos de Argentina un bello poema del cual transcribo algunos de sus versos: «Están en algún sitio concertados, desconcertados, sordos, buscándose, buscándonos, bloqueados por los signos y las dudas, contemplando las verjas de las plazas, los timbres de las puertas, las viejas azoteas ordenando sus sueños, sus olvidos quizá convalecientes de su muerte privada».