Era como un profeta. Dejaba de ser solo un líder cuando arengaba a sus cientos de seguidores a buscar, no sin cierta violencia, que las autoridades resolvieran la terrible escasez de agua en Coahuila. Eran los últimos meses de la administración de Manolo Jiménez y las lluvias se habían olvidado de su territorio. Lo que tenía encima la población era no un futuro peligroso, sino un presente muy difícil. Frente a ellos, aparecían los nombres de posibles sucesores, en una corriente política que incluso luchaba con su gran verborrea y el descaro.
El hombre se llamaba Juan Martín Lutero Camacho. Su padre, admirador de la obra de Martin Luther King le bautizó con su nombre. ¿Y era como él, dispuesto al sacrificio? Solo por ratos, porque el poder también trastorna a los héroes populares, que adquieren un egocentrismo alto. Pero convencía su palabra, dicha esta con la propiedad del lenguaje, con voz microfónica y con personalidad que imponía en su sola presencia. Alto, moreno de ojos vivaces, vestido siempre como un cowboy. Su discurso daba luces sobre nuestra propia oscuridad, decía la gente.
A la muerte de los hermanos Moreira, seguían sin aparecer nuevos valores. Todo era una deseada renovación, pero no existía en la realidad. Eran los mismos grupos, las mismas personas, las mismas caras, los mismos defectos. Mientras, el pueblo padecía la falta del vital líquido, Las pozas de Cuatrociénegas desaparecieron por la irritante acción de los productores, que exprimieron el estado todo. En La Laguna, ni se diga, las protestas se habían hecho violentas y los grupos cada vez más fuertes. Esa gente, aunque esquivara los golpes, no podía escapar de su destino.
En Torreón, Viesca, Madero y San Pedro, se organizaron bandas con personas armadas, que cerraron los pozos de extracción por la fuerza, al ver que Conagua no resolvía nunca nada y que todo parecía indicar, estaba a favor de los productores. Sheinbaum, la presidenta, ordenó que el ejército y guardia nacional no intervinieran, solo «vigilaran» a la distancia. El líder JMLC coordinó otros grupos en diferentes zonas de la entidad, hasta que todos los pozos fueron cerrados, sin perjudicar para nada aquellos que estaban destinados para el uso natural del pueblo, aunque estos, según descubrieron sus técnicos, ya andaban caducando.
Los productores y las empresas lecheras, desde luego, no podían quedarse con los brazos cruzados. Coahuila quedó de pronto convertido en un paisaje de indefinición, hasta que también, con el apoyo de grupos de cierta duda, pagados, desde luego, y armados, claro, fueron a deshacer el cerco. Cuando arribaron a los pozos de Torreón y el enorme valle de la siembra de alfalfa, primero trataron con palabras a los insurrectos, luego brillaron las armas y vino la balacera, cayendo hombres de uno y otro lado. Mejor dotados en su arsenal y destreza, los recién llegados consiguieron los objetivos, sin que el ejército y la guardia nacional interviniesen para nada. Solo fueron meros espectadores. Su reacción solo llegó cuando la batalla había concluido. ¿Para contar las bajas? Y eso fue en todo Coahuila, con balas que mataron a mucha gente, pero que increíblemente nunca se supo el monto, ni el destino de los cadáveres. Ellos consiguieron hacer hablar al sufrimiento. ¿Algún día la debilidad retumbará en el tiempo?.
Juan Martín se presentó en palacio y encaró con su gente a las autoridades, exigiendo justicia. «Queremos que no sigan mirándonos y tratando como delincuentes y hombres subdesarrollados». ¿Era un profeta o solamente un líder? Fue invitado a dejar su movimiento a cambio de tierras, poder y dinero. Nunca aceptó nada. Por ello no extrañó a nadie que apareciera muerto, acribillado a balazos en una caseta de cobro peatonal. «Hombre y persona quedan confiscados y socializados por la política», decía a sus amigos. Terminó con él la esperanza, que seguirá por mucho tiempo ahí, porque solo ella es capaz de empujar la historia.