Al promulgarse la Constitución mexicana de 1917, su Artículo 29 se componía de un solo párrafo. Sin poner ni quitar cosa alguna, éste decía a la letra lo siguiente:
«En los casos de invasión, PERTURBACIÓN GRAVE DE LA PAZ PÚBLICA o de cualquier OTRO QUE PONGA A LA SOCIEDAD EN GRANDE PELIGRO O CONFLICTO, solamente el presidente de la República Mexicana, de acuerdo con el consejo de ministros y con aprobación del Congreso de la Unión, y, en los recesos de éste, de la Comisión Permanente, podrá suspender en todo el país, o en lugar determinado, las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente, a la situación; pero deberá hacerlo por tiempo limitado, por medio de prevenciones generales y sin que la suspensión se contraiga a determinado individuo. Si la suspensión tuviese lugar hallándose el Congreso reunido, éste concederá las autorizaciones que estime necesarias para que el Ejecutivo haga frente a la situación. Si la suspensión se verificase en tiempo de receso, se convocará sin demora al Congreso para que las acuerde».
Este precepto, que tiene como antecedente remoto el tímido Artículo 308 de la Constitución de Cádiz, y de manera más firme el también artículo número 29 de la Constitución de 1857, dispone la suspensión de garantías en los casos de «perturbación grave de la paz pública o de cualquier otro (caso) que ponga a la sociedad en grande peligro o conflicto», lo que en otros países se conoce como régimen de excepción o estado de sitio, términos que quizá a algunos atemorice.
El texto original de este artículo constitucional —que históricamente en 105 años sólo ha tenido aplicación una vez, en 1942— ha sido modificado en cuatro ocasiones. La primera vez por decreto publicado en el Diario Oficial el 21 de abril de 1981, y después sucesivamente el 8 de febrero de 2007, luego el 10 de junio de 2011 y finalmente el 10 de febrero de 2014, para agregarle, además de la suspensión de garantías la restricción de derechos, suprimirle la alusión al «consejo de ministros», figura de raíz parlamentaria no compatible con el régimen presidencialista de nuestro país, así como otros elementos que a continuación veremos.
En las varias modificaciones que se le han hecho a este artículo, se han incluido diversas acotaciones a la restricción de derechos y a la suspensión de garantías que se llegaren a decretar, a fin de evitar excesos o abusos, limitaciones contenidas en los cuatro párrafos que se le han agregado a su texto original, que ahora cuenta con cinco.
Así, el segundo párrafo adicionado ordena que los decretos que se expidan no podrán restringir ni suspender el ejercicio de una larga serie de derechos, entre otros: a la vida, a la integridad personal, a los derechos políticos, al principio de legalidad; la prohibición a la pena de muerte, a la desaparición forzada y la tortura, así como a mantener vigentes «las garantías judiciales indispensables para la protección de tales derechos».
El tercer párrafo dispone que «la restricción o suspensión del ejercicio y garantías», además de estar fundada y motivada, deberá «ser proporcional al peligro a que se haga frente».
En el cuarto párrafo se dispone que «cuando se ponga fin a la restricción o suspensión de los derechos y garantías», todas las medidas adoptadas «quedarán sin efecto en forma inmediata». Y agrega que el presidente de la República «no podrá hacer observaciones (vetar) al decreto mediante el cual el Congreso revoque la restricción o suspensión» de derechos y garantías.
Y finalmente, el quinto y último párrafo del Artículo 29 dice a la letra: «Los decretos expedidos por el Ejecutivo durante la restricción o suspensión, serán revisados de oficio e inmediatamente por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la que deberá pronunciarse con la mayor prontitud sobre su constitucionalidad y validez».
En esencia, esto es lo que dispone el Artículo 29 de la vigente Carta Magna. Procede al efecto cuestionarse lo siguiente:
¿En los últimos quince años, por poner un término, el país —o parte de él— no ha vivido o vive aún alguna «perturbación grave de la paz pública» o una situación que haya puesto «a la sociedad en grande peligro o conflicto»? ¿De veras?
Si nada de eso ha ocurrido, el precepto constitucional sigue ahí para cuando se ofrezca. Pero si la verdad es otra, según todo parece indicar, entonces cabe hacer notar que, hasta donde se sabe, ningún analista, académico, experto en seguridad nacional, jurista, legislador, dirigente social o político, en fin, nadie, ha hecho referencia alguna, así sea mínima, a este artículo constitucional, al menos para examinar si es una opción posible en el intento de encontrar una solución viable —y si no la es, descartarla— a la creciente ola de violencia e inseguridad que ha venido azotando al país, patente como nunca con el brutal asesinato de los sacerdotes jesuitas Joaquín Mora y Javier Campos en la región Tarahumara.
Constitucionalmente la propuesta de suspensión, de ser el caso, debería ser del Ejecutivo, toda vez que la Carta Magna claramente indica que corresponde «solamente al presidente de la República» restringir derechos y suspender garantías «para hacer frente y rápidamente a la situación». ¿Entonces?