El portero que murió de amor

Era rubia, con los ojos tan claros como la casaca del equipo. Eran de un esmeralda subido, que parecían salirse de sus cuencas cuando se encolerizaba. En cambio, si aparecía de buen humor, todo era diferente porque esos mismos ojos se asemejaban al verde mar. ¡Claro que era bipolar!

Tenía una rara belleza. Cuerpo bien formado y rostro bello, pero sus ojos siempre anunciaban lo que su cerebro tenía en juego. ¿Juego? Ese estaba en la cancha de futbol porque es la presidenta del Club Atlético Paraíso, un cuadro futbolero acostumbrado a ganar. En los últimos cinco años, con ella al mando general, este cuadro ha conseguido tres títulos de liga y dos de copa. En ese tramo, diez de sus jugadores han sido llamados a la selección nacional, con estupendos resultados.

Su marido, el millonario Roberto Antonio Batista, industrial del acero, se lo regaló en su cumple 40, harto ya de jugadores problemáticos, de entrenadores fallidos y de directivos vende humo. Jamás dejó de pagarles un centavo y se trató a todos con esmero, pero hubo en el trámite varios que abusaron de ese buen formato, dejaron de rendir y, sobre todo, inventaron lesiones y en general defraudaron la confianza del dueño, que les dio todo.

Hay que hacer notar que don Roberto tiene 85 añazos y cada día se le notan más, pues camina encorvado, ya no hace caso de sus jóvenes amantes, ha dejado de frecuentar el campo de golf, las reuniones con amigos y socios, y lo tiene preocupado un detalle, que su hermosa esposa pueda disponer de su bello cuerpo con otros, pues desde hace tiempo ya ni las inyecciones en su pene le funcionan y ella es frondosa, cálida, con un encanto de sirena que asoma sobre las olas.

En el disparatado y delirante mundo del futbol hay toda clase de gente y suelen haber algunos bien parecidos, que se sienten como estrellas del rock, sobre todo si, encima, son buenos jugadores. Uno de ellos era el arquero titular Américo, que electrizaba a las damas con su melena castaña, su atuendo siempre en negro y sus atajadas maravillosas, que muchas veces salvaron a su equipo de anotaciones y que, desde luego, lo proyectaron a la selección nacional.

¿Les dije o no que ella se llama Eréndira? Bueno, lo cierto es que Américo siempre fue su jugador favorito y todos sus compañeros creían, sin pruebas, claro, que era su amante. Pero estaban en lo cierto. En su departamento secreto, afuera de la metrópoli, ellos tenían sus citas y muchas veces no eran de amor total, sino que también fueron sesiones donde Eréndira reclamaba por algunos goles recibidos y por los rumores de que el arquero tenía otras mujeres, aparte de su esposa, que siempre, a su vez, se quejaba de malos tratos y de las aventuras de su marido.

Esta combinación hacía que Américo creciera en su ego particular. Como arquerazo y como hombre, pues le daba por intrigar a varios que no eran de su simpatía y, protegido como se sentía, ponía reglas no escritas en su comportamiento, lo que disgustaba al resto, desde luego. Todo tiene su karma y el de ellos llegó desde la víspera del partido final donde CA Paraíso buscaba otro campeonato, esta vez contra el bien dotado CF Águilas, donde estaba el crack Alberto, que era un fuera de serie, codiciado por varios clubes europeos.

Eréndira y Américo discutieron en su nido de amor muy fuerte hasta llegar a los insultos y el rompimiento rotundo por parte de la bella dama, con las amenazas por delante, «no haré caso de ofertas millonarias que hay por tu pase a Inglaterra, a la Liga Premier y te quedarás sin jugar, ni siquiera con Paraíso», le dijo en la cara. Desde ese momento, Américo se sintió herido en su ego, en sus intereses, en su futuro y hasta taquicardias por la noche. ¿Será porque fumo?, se preguntaba. En realidad, todo lo suyo estaba expuesto y en grave riesgo.

El técnico Lula, notó su intranquilidad y estaba preocupado. Llegó el gran partido.

Fueron noventa minutos intensos. Américo enfrentó dos veces mano a mano a Alberto y salió airoso con muchos apuros, pues su defensiva era traspasada por la velocidad y habilidad del maravilloso jugador. Hasta que llegó el alargue. En el intermedio, aquél estadio, lleno a reventar, se dio cuenta de que Américo se tocaba el pecho. El médico le dijo ¿es una taquicardia? Tengo miedo, acertó a decirle. Todos lo tenían.

Vino Alberto quitándose gente y Loro Barbosa, el central, tuvo que detenerlo con foul. Fue penal que todos protestaron. Ahí estaba la clave del partido. Si Américo se convertía en héroe o quedaba sellada la suerte del Paraíso. Eréndira vestida con la casaca del equipo, igual que su marido, moría de angustia en su palco. Américo se colocó y Alberto estaba listo para ejecutar.

La gente estaba atrapada en las capas de una cebolla. Se respiraba una atmósfera lírica y extraña. Agitó el arquero sus brazos, se persignó. Fue como el ritual de una despedida, porque antes del silbatazo, cayó Américo al piso con un infarto fulminante ante los ojos de millares. Primero hubo un grito de angustia, luego vinieron las lágrimas y algunos tibios aplausos cuando lo sacaron en camilla. Américo estaba muerto. Bien muerto.

Es claro, la pasión humana integra tanto la emoción como el padecimiento y está comprobado que el ego, el amor y la vanidad son lastres cuando la vida nos muestra lo que somos realmente.

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