El PRI y Morena

Lugar común se ha vuelto señalar a Morena como sucesor del PRI a partir de sus prácticas poco avenidas a la democracia y su pulsión hegemónica de avasallar al adversario con buenas y malas artes de la política. Se entiende que quienes resienten el avance de Morena recurran al pasado autoritario como origen, inspiración, vocación y destino del movimiento obradorista.

No son pocos los líderes de Morena, empezando por el propio presidente López Obrador, con pasado priista. Tres de los cuatro candidatos a gobernador ganadores de Morena pertenecieron al PRI. También es verdad que uno como otro son instrumentos del poder presidencial, tanto electoralmente como en el desempeño legislativo.

Sin embargo, hay diferencias. El PRI nace desde el poder y tiene en su origen representación regional, que se fue transformando en un aparato central y nacional, con raigambre local. Morena deviene de la oposición. Fue un movimiento para llevar a López Obrador al poder. Al igual que el PRI, ha involucionado, pero no ha dado curso al proceso de institucionalización, a alianzas sociales orgánicas ni a los rituales políticos que prohijó el tricolor. Su eje es la retórica presidencial y el clientelismo de los programas locales.

El PNR-PRM-PRI fue el brazo político del poder caudillista y, después, presidencial, Morena no ha dado el paso en ningún sentido y se ha mantenido como el articulador político del presidente, sin transitar por ningún proceso que le permita tener continuidad e identidad al margen de su líder moral. En la sucesión de ahora podrá haber un remedo de Pascual Ortiz Rubio, el primer candidato oficial del PNR, pero López Obrador está lejos de ser Calles. Su fortaleza es ser popular y mediático, no la fastidiosa gestión de la trama política, indispensable para ejercer el poder y conducir el proceso sucesorio en condiciones de unidad.

Morena se inserta en un entorno de poder competido; la ausencia de López Obrador significará vulnerabilidad electoral y la pérdida del elemento cohesionador; el PRI se refería al programa político de la Revolución Mexicana, al que Lázaro Cárdenas daría precisión y contenido, además de un arreglo corporativo. El PRI aprendió no sólo a transitar de sexenio a sexenio, sino de servir de instrumento para procesar la renovación de poderes locales y federales, especialmente la sucesión presidencial bajo la amenaza no de la competencia democrática, sino de la rebelión.

El enorme peso que López Obrador ejerce en el partido, su acción política y base social, hacen difícil pensar el futuro sin él. La verticalidad es arrolladora y muchas las corrientes que allí convergen se asumen de izquierda, pero están muy lejos de avenirse a los valores progresistas más allá de la retórica populista. Tampoco hay sentido o práctica genuinamente democrática, por su aversión a las reglas, a los procedimientos propios de ésta y su pulsión antiliberal.

A diferencia de Morena, y se explica por la dinámica del poder presidencial, los Gobiernos priistas en su referente modernizador dieron lugar a muchas instituciones relevantes, y el partido cumplió con creces su tarea política, a veces farsa, a veces realidad, pero siempre presente en la conformación de poderes electos. Cierto es, sin competencia, pero eficaz para la legitimación del Estado. Existía un sentido de autocontención frente el abuso del poder. La corrupción desbordada fue un fenómeno que inició con Salinas y se acrecentó con Peña Nieto, causa de la pérdida de legitimidad.

La transición democrática tuvo lugar no por vía de la ruptura, sino del reformismo incluyente. Un largo proceso de cambios que, al final, dieron lugar a una genuina democracia electoral, acreditada por la competencia justa por el voto, la alternancia, el poder dividido y un ejercicio razonable de libertades políticas. Cabe destacar que el mayor logro de la transición fue la creación del IFE y de un sistema de justicia electoral confiable. Algo semejante puede decirse del andamiaje de órganos autónomos y, especialmente, la independencia de la Suprema Corte de Justicia, y con ésta la del Poder Judicial Federal.

El momento fundacional de Morena fue el triunfo de López Obrador en 2018. Se dejó pasar el proceso de su institucionalización: la definición de reglas, programa y líneas ideológicas. Muy de acuerdo con los nuevos tiempos, todo ha quedado en un pragmatismo en búsqueda de votos, sin que en realidad el partido y sus votantes tengan claro para qué quieren el poder.

Escrutinio y rendición de cuentas

La oposición institucional, así como la crítica, el escrutinio y la rendición de cuentas, son funcionales al poder y al conjunto del sistema. Tan sencillo como entender que sin todo ello los errores se ocultan, los fallos se subestiman y se incide en la persistencia de lo incorrecto; de manera tal que, si eso no se da, será el tiempo cuando cambien las condiciones que impiden que la verdad se imponga, se habrá de dimensionar el mal desempeño, el abuso del poder y sus consecuencias.

La virtud de la democracia liberal no está sólo en su dimensión electoral, también en la autorregulación del sistema de poder del que forma parte. La contención a las libertades provoca Gobiernos ineficaces e incapaces de entender la magnitud de pifias o fracasos. Los Gobiernos que no escuchan, aunque cuenten con el respaldo popular y con malos resultados, suelen tener un destino desastroso para el país y para la memoria histórica. La democracia es incómoda para el poderoso, porque implica un poder acotado por la ética y por la Ley, y por la coexistencia política de los diferentes, de la pluralidad. El poder nunca será el todo y siempre precario en el tiempo.

Los gobernantes suelen regocijarse con la popularidad sin advertir que es una trampa. La aceptación, en todo caso, es un medio para hacer bien y mejor las cosas, no es un fin en sí mismo, tampoco cheque en blanco para imponerse o someter a los demás bajo la falsa tesis de la representación popular o la superioridad moral del proyecto. Ha sido, de una u otra manera, el pecado de todos los Gobiernos. En retrospectiva, los más populares —López Portillo y Salinas de Gortari— sufrieron el peor ocaso. Todo indica que algo semejante ocurrirá con el presente.

La mayor fragilidad del Gobierno de López Obrador está en el espejismo de la popularidad y su repudio a la crítica o el escrutinio. Remite lo adverso y los hechos que muestran las malas cuentas, a una suerte de complot de los enemigos del país. Una paranoia de efectos perniciosos en extremo, precisamente porque le impide identificar hierros, reconocer errores, limitaciones o contradicciones, y de esta manera hacer los ajustes a tiempo y consecuentes a la gravedad de la situación.

Pero no sólo es un tema de su carácter o estructura personal. Tiene que ver con su convicción de vivir permanentemente en estado de guerra, al acecho, enfrentando a un enemigo perverso. Vivir y actuar en tal circunstancia vuelve a quien lo padece, igual a lo que teme; sin advertirlo se hace parte de lo que rechaza, repudia y combate. Mientras mayor la resistencia a la crítica y a la rendición de cuentas, mayores los errores y, a la larga, más profunda la caída. Crónica de un régimen fallido, aunque pudiera reproducirse con los votos en el poder. Un proyecto refugiado en las intenciones y ayuno de resultados, tarde que temprano está condenado al fracaso.

Como tal, el régimen actual es un paréntesis, una transición. La crisis estructural y de fondo no es la de la 4T, sino la que le antecede. López Obrador ganó el poder a partir del rechazo que pudo concitar frente al orden económico, social y político que le precede. El descontento es real, también las causas que le originaron y recrearon. Por ello, un elemento fundamental para la legitimidad del proyecto actual es su contraste con el pasado. La venalidad, la manipulación y el abuso escrituraron el resultado de la elección de 2018. La cuestión es que, a pesar del contraste, seguimos igual al pasado derrotado y en algunos sentidos peor, claramente en materia de libertades, seguridad, economía y equidad social.

Es inevitable el fin del ciclo sexenal y con éste el término de muchas de las condiciones que impiden el funcionamiento normal de los contrapesos institucionales y el ejercicio pleno de las libertades. Más que la disputa por la presidencia, relevante será recuperar la capacidad del Poder Legislativo y la pluralidad para cumplir con la responsabilidad de autorregulación del sistema democrático. Por ello es indispensable mejorar, ante todo, la calidad de la oposición.

La virtud del cambio no se construirá a partir de la ruptura con las formas, modos y objetivos del actual proyecto político, sino de una perspectiva más amplia que identifique las insuficiencias presentes y pasadas, al igual que sus fortalezas y bondades con un espíritu de inclusión y de futuro compartido para edificar un mejor país.

Autor invitado.

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