El vecino del norte tiene —¿quién lo puede dudar?— numerosas e importantes diferencias en su conformación como país. Muy diversas razas lo componen. Una de ellas debe tener un resentimiento histórico difícil de superar, porque tiene como antecedente la inhumana esclavitud y posteriormente la infamante, cruel discriminación racial, de la que aún quedan resabios.
Además, agréguense las notorias diferencias religiosas de sus diversos sectores poblacionales, las contrastantes tradiciones, culturas y costumbres de éstos, cuya tendencia crece conforme se incrementan los habitantes-ciudadanos latinos y asiáticos; y ni qué decir de la diversidad de lenguas —en particular el castellano—, de uso común generalizado en el territorio de Norteamérica.
Ante tal mosaico, sería de suponer que esa diversidad sólo puede tener arreglo y acomodo en un sistema pulcramente democrático. Todo parece indicar que así ha sido hasta ahora. Como también parece que en los últimos años la democracia norteamericana opera en sentido inverso. En particular si tales diferencias son utilizadas por algún demagogo y hábil populista. ¿Alguien puede dudar que así ha sucedido al menos durante el último lustro, si no es que desde hace dos décadas? Es decir, desde el inédito, hasta entonces, conflicto postelectoral focalizado en el estado de Florida en la elección presidencial del año 2000.
Históricamente, desde su creación, el sistema político norteamericano redujo su competencia básicamente a dos partidos, con la participación muy eventual de un tercer candidato presidencial competitivo con etiqueta de independiente. El votante de ese país reparte sus preferencias electorales entre dos partidos, modernamente denominados Demócrata y Republicano.
(Cabe aclarar, sin embargo, que en realidad cada cuatro años participa en EE.UU. al menos una media docena más de candidatos presidenciales, entre éstos el del Partido Comunista de ese país que casi siempre postula candidato, aspirantes todos éstos a los que nadie conoce y menos aún apoya).
De acuerdo a la teoría de Maurice Duverger, el bipartidismo tiene su origen en la adopción del sistema electoral mayoritario, que fue el implantado —en su forma pura— por EE.UU. desde su inicio como país independiente, por lo que ellos llaman sus padres fundadores. Seguramente si a su sistema político se introdujeran elementos de un sistema mixto o de plano de representación proporcional —lo cual se ve francamente remoto— pudieran encontrar arreglo y acomodo las disfuncionalidades que ya se alcanzan a advertir en su sistema político.
Por lo pronto, aunque no se diga ni se reconozca abiertamente, se empieza a percibir una cierta desconfianza antes inimaginable en el régimen electoral norteamericano. Éste descansa básicamente en la confianza por parte de todos los actores políticos. Es increíble —al menos para nuestra mentalidad— que todo el aparato electoral norteamericano funcione bajo el supuesto de que a nadie se le ocurrirá siquiera llevar a cabo maniobra fraudulenta alguna. Así es que cuando la confianza empiece a fallar ¡aguas!
En México hace casi un siglo se implantó un complejo sistema electoral diseñado y montado para burlar el voto ciudadano. Cuando esto ya no fue posible, la desconfianza era universal, generalizada. Y se creó entonces un complejo sistema electoral con mil candados, que Jorge Carpizo dijo fue necesario crear para hacer frente a la «feria de las desconfianzas». Antes de que el país del Norte llegue a esos extremos, es decir, a sobrerreglamentar su sistema electoral, que sería mucho más complicado porque en realidad no es uno sino 50 sistemas yuxtapuestos, uno por cada estado de la Unión, sería conveniente que adoptara medidas mínimas, elementales si se quiere, pero efectivas para evitar posteriores excesos. Para quienes sufrimos las mil y una formas de defraudación electoral, las prácticas electorales norteamericanas nos parecen de una ingenuidad de campeonato. Algo deben hacer.