El síndrome del «hombre culto»

¿Quién no conoces a ese personajillo que, por hacer alarde de sapiencia cultural, —la mayoría de las veces fingida—, hace el ridículo e incomoda a todos alrededor suyo?

«No es muy poco común», como ingeniosamente acostumbraba decir un buen amigo mío, el que en una reunión de carácter informal efectuada con motivo de alguna celebración social siempre haya alguien que, con una evidente cuanto solapada intención de proyectarse ante los demás como una persona ilustrada y culta, sorprende a su pequeño «auditorio» (quizás el clásico grupo de 10 en una de las también clásicas mesas redondas de 10 comensales) preguntándoles despiadadamente «a quemarropa» y con un tono casi reprendiente e inquisitorio: «¡Pero cómo! ¿Es posible que no hayan ustedes todavía leído…?». Y hace aquí solemne referencia al último libro que, no necesariamente por tratarse de un buen libro, aunque pudiera ser que sí lo sea, desde luego, resulta que es el libro que «por obra y magia» de la mercadotecnia está actualmente de moda.

Nada que rebase los límites de un anecdotario social un tanto frecuente y usual, desde luego. Sin embargo, no podemos descartar la posibilidad, que resultaría por demás interesante e irónica, de que el libro ese que está de moda sea el único… o casi el único… o, cuando mucho, uno de los poquísimos libros que nuestro inquisitivo y «culto» personaje ficticio ¡haya leído en su vida!

Laberintitis emocional

De todos nosotros es bien sabido que algunos de los que por nuestra avanzada edad iniciamos ya la ruta de «bajada» en el camino de la vida, empezamos a padecer, además de una gradual sordera, lo que los médicos nos dicen que se llama laberintitis, padecimiento que descrito en breve consiste en que, por algún desperfecto que por el cúmulo de los años se produce en nuestro sistema auditivo, nos mareamos frecuentemente y sufrimos de «tambaleos» y desequilibrios al caminar o al hacer algunos movimientos bruscos.

A lo largo de mi vida he visto jóvenes y viejos, a los que por dárseles algo (incluso no mucho) de poder, empiezan a marearse y a caminar con tumbos y desequilibrios en sus relaciones con los demás. El decir popular califica esta actitud como la de «marearse en un ladrillo».

Yo la calificaría, «más técnicamente», como una por demás lamentable cuanto irrisoria «laberintitis emocional», a la que, desde luego, no le vendría mal una razonable dosis de modestia y de humildad.

Pedro «el bueno»

Durante toda su infructuosa vida no hizo nada, que yo sepa, y con ello no quiero decir que sí hizo algo.

Vivió bien, eso sí, porque la heredad que había recibido de sus padres le dio lo suficiente, precisamente para eso, es decir, para vivir bien sin hacer nada, absolutamente nada, durante toda su «vegetativa» vida. (No porque fuera vegetariano, sino porque no hizo otra cosa que vegetar).

No era malo. Que yo sepa, nunca le hizo mal a nadie; y quizás hasta se podría decir que fue «bueno», aunque sólo en razón de eso, es decir, porque nunca le hizo mal a nadie. Pero bueno porque le haya hecho bien a alguien… tampoco, ni tampoco porque haya alguna vez procurado conseguir algún trabajo. De hecho, cuando lo recuerdo a él, automáticamente se me viene a la mente la «talla» u ocurrencia aquella que se cuenta sobre los dos amigos que, después de mucho pensarlo y madurarlo, se pusieron a buscar trabajo «con ganas de no encontrarlo».

Al primero de ellos le preguntaron: «Bueno, y usted, ¿qué sabe hacer?». Y respondió: «Nada». «¿Y usted?», —le preguntaron al segundo— y respondió: «¡Yo le ayudo a él!».

Mi personaje, desde luego, es ficticio. Pero supongo que usted estará de acuerdo conmigo en que… de que si los hay… ¡sí los hay! ¿O no?

Te pasaste… te metiste

Me «tocó» presenciarlo una vez en los cruces de una esquina «semaforizada» aquí en nuestra ciudad y, lamentablemente, parece ser una situación que se da con relativa frecuencia: el conductor que venía por la esquina sur vio el ámbar ya encendido en la esquina norte, pero aceleró pensando, supongo, que todavía alcanzaba a pasar. Por su parte, el que esperaba en la esquina poniente, vio también que ya estaba encendida dicha luz ámbar en el lado norte y, confiado en que el automóvil que venía por el sur se debía detener, decidió que ya podía «arrancar».

Consecuencia: los dos vehículos entraron al mismo tiempo justo al centro de ese cruzamiento vial… ¡y colisionaron!

Moraleja: cuando esté ya encendida la luz ámbar, ni tú pienses que aún alcanzas a pasar… ¡ni tú pienses que ya puedes arrancar!

El invariable respeto a la ley y a las normas administrativas establecidas evitarán que nos involucremos en estos bochornosos percances.

El Papa que se voló un alto

Dentro del marco de las ocurrencias que tal vez sólo en el ingenio popular mexicano puedan darse, se cuenta que en una de las ocasiones en las que el Papa visitaba uno de los estados del sur de la república, aprovechando que el tráfico vehicular no era muy denso, le ordenó a su chofer que lo dejara a conducir él mismo, por un rato, el papamóvil.

Falto de práctica en eso de la «chafireteada», en las primeras de cambio, el Papa se pasó un semáforo en rojo. Lo detiene un oficial de tránsito, quien, al ver que se trataba del Sumo Pontífice, se sorprende y no halla si levantarle o no la correspondiente infracción.

Decide llamar a su jefe «para pedir instrucciones»:

—Señor, acabo de detener a una persona que se «voló» un alto, se pasó un semáforo en rojo. Parece ser un personaje muy importante, no sé si deba o no infraccionarlo.

—¿De quién se trata? —preguntó el jefe—. ¿Algún empresario destacado?

—No señor, parece ser alguien más importante.

—¿Algún hijo de un político influyente?

—No, señor.

—¿Se trata de algún senador o de algún diputado?

—No, señor.

A punto de la exasperación, preguntó el jefe:

—¿Es el gobernador del estado o el presidente de la república?

—¡Se me hace que es alguien más importante, señor!

—¡Pues dígame quién es!

—No sé, señor, pero… nomás para que se dé una idea: ¡trae de chofer al Papa! E4

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