El socavón de las almas

Si bien sus ojos no derramaban lágrimas, algo en su mirada no reflejaba aquella chispa de alegría que comúnmente tienen los perros. Su mirada es de tristeza, dijo alguien con quien visité, por primera vez, el municipio de Real de Catorce. Fue cuando le puse más atención a la perrita criolla color amarillo que se nos acercó en el kiosco del pueblo. Más que comida deseaba ser acariciada. Aunque le frotamos su lomo con ternura y le hablamos cariñosamente, el brillo de nostalgia en sus ojos no desaparecía. Me estrujó el corazón imaginar que su vida trascurría con la ausencia de amor, mimos y atención que generalmente se le procura a una mascota.

Al día siguiente me aventuré en una caminata por las empinadas calles. Ahí, en la azotea de una casa, encontré la misma mirada del animalito del kiosco: un perro negro, rebosante de pelo, pero con ojos de melancolía. Me observó e inclinó su cabeza a un lado; no ladraba, sólo me veía con esa mirada compasiva. Colocó sus patas delanteras sobre la fila de bloques que bordeaba el techo y descansó su cabeza en el pedazo de concreto. Esos ojitos los tenía encima como si quisieran hipnotizarme, yo también lo miraba y le hablaba palabras bonitas y de consuelo por la soledad del lugar en el que estaba. No se movía, ni siquiera la cola; su vista sobre la mía, atenta, pero desprovista de cualquier indicio de felicidad como suelen manifestarla los perros cuando se les habla en tono meloso. Me pasó por la mente que el perro deseaba que lo rescatara, que lo trasladase a donde le prodigaran amor. Ruido de cascos y voces de hombre se escucharon a distancia; calle arriba pasaban unos jinetes en sus caballos. El can, en silencio, los miró alejarse. Se perdieron en la esquina y él volvió sus ojos de nostalgia hacia mí, otra vez. Ya no soporté más y decidí irme. Me siguió, desde la azotea, hasta que no le quedó más espacio; asomó su cabeza por encima de esa pequeña pared de block. Sentí un ligero pinchazo en el pecho, de esos que te dan cuando se toman decisiones que duelen. Comprendí que es un pueblo con perros tristes.

La frialdad del clima de esta comunidad quizá heló la capacidad de expresión de los sentimientos de la gente o la dureza de los minerales que aquí se explotaron durante décadas trastocó la esencia de las personas y las volvió reservadas. O a lo mejor lo empedrado de sus calles y de las viviendas provocaron que en sus corazones se levantaran paredes impenetrables. Real de Catorce es un pueblo que te regala misteriosos déjà vus. En su misticismo es posible se hayan robado las almas de los animales, quizá las más inocentes fueron las de los perros y los ancestros y primeros pobladores se las llevaron, sin resistencia alguna, a los socavones infinitos de sus minas. Y ahí, en la profundidad de esos pozos, yacen dormidas, sepultadas por toneladas de olvido. Ojalá un día, un valiente minero regrese a la oscuridad tenebrosa de las entrañas de la tierra, encuentre las almas y las devuelva a los perros para que puedan ser felices.

Monclova, Coahuila, 1973. Licenciada en Comunicación por la UAdeC. Desde 1996 ha trabajado como reportera en radio, prensa y el sector público. Premio Estatal de Periodismo en el 2000 y en 2005, además de Premio Estatal por Trayectoria Periodística de 25 años. Obtuvo Mención Especial en el «Primer Certamen Literario Internacional de la Fundación SOMOS» año 2015, de EE.UU. Sus fotografías han sido publicadas en medios locales, en el periódico español El País y en la revista Hispanic Culture Review. Colabora en Espacio 4 desde 2013.

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