Las sociedades del mundo siguen empeñadas en perder batallas consigo mismas. La soberbia, como los mercados y las tecnologías de la información y la comunicación, también se ha globalizado. Hace poco el debate giraba en torno a cómo saldría la humanidad de la pandemia de coronavirus: si igual de frívola y relativista; mejor, solidaria, consciente de su fragilidad y respetuosa de la vida y de la naturaleza; o peor de indiferente y suicida. No esperamos a vencer la plaga para demostrar nuestra incapacidad para extraer de las calamidades el provecho máximo. Al genio de la Ilustración, Denis Diderot, debemos la máxima según la cual «decir que el hombre es una mezcla de fuerza y debilidad, de luz y de ceguera, no es hacer su proceso: es definirlo».
Europa enseñó la ruta de la COVID-19, sus crestas y valles. Después de la primera oleada vino la segunda, y ya empezó la tercera, aún más grave por las variantes del SARS-CoV-2. No hicimos caso. Después del encierro parcial o total de meses y de la suspensión de actividades, jóvenes y adultos deseaban salir, divertirse, viajar… contagiarse. Nadie a propósito, pero sí con el revólver del virus en la sien cual ruleta rusa. Y así muchos se infectaron y contaminaron a inocentes. La pandemia y otras desgracias previas confirmaron que los gobiernos no lo pueden todo ni lo pueden solos. Sin la comprensión del momento ni el compromiso individual y colectivo para contener a este enemigo común, ningún sistema sanitario, aun los más avanzados, podrá enfrentar la avalancha de contagios en curso ni evitar el colapso.
Los gobiernos plantan cara a la peste de acuerdo con sus posibilidades y su visión de la realidad. Unos han tenido mejores resultados, pero aun los países desarrollados afrontan dificultades mayúsculas. Tampoco han estado exentos de protestas sociales, algunas de las cuales, sumadas a otras por demandas seculares, pusieron contra las cuerdas a regímenes dictatoriales como el cubano e incluso democráticos como el de Colombia. En ambos casos los presidentes recurrieron a la represión para inmunizarse contra una sociedad enardecida, pero en lugar de sofocar la ira, la avivaron. La pandemia exhibió la debilidad de los sistemas políticos, la injusta distribución de los antivíricos, resultado del modelo económico dominante, y la contradicción, donde existen en demasía, de los movimientos antivacunas. Pero también la mezquindad de quienes, en la desgracia, privilegian sus agendas e intereses políticos y económicos sobre el bien común, máxime en los sectores más pobres donde están sus clientelas.
La reapertura de playas, estadios, centros de espectáculos y otros lugares de esparcimiento, sin el distanciamiento necesario ni los controles debidos, de parte de las autoridades, las empresas y la sociedad, disparó los contagios. Como si los más de 2.6 millones de casos y los casi 250 mil decesos en México (cifras oficiales) no bastaran para entender la gravedad de la situación. En nuestro país se han aplicado 50.8 millones de dosis contra COVID-19, lo cual cubre el 16.5 por ciento de la población con esquema completo de vacunación (El CEO, con datos de Bloomberg y la Secretaría de Salud al 7 de julio). Estamos muy lejos de lograr la inmunidad colectiva, y menos aún de cantar victoria. El virus sigue entre nosotros y el único escudo para quienes no han sido vacunados e incluso para quienes ya lo fueron, es tomarlo en serio y actuar con responsabilidad.