Cuando el pasado 28 de abril el presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados su iniciativa de reformas a la Constitución en materia electoral, debió haber previsto el impacto que el contenido de ese proyecto iba a provocar. Y en consonancia con lo que alcanzó a prever, diseñar los principales elementos de la narrativa que al efecto echaría a andar. Así lo hizo, pero algo falló.
A tono con su ya muy conocida línea, esos elementos de su narrativa fueron, según ahora lo vemos, los siguientes: Asociar la reforma, así la llama AMLO, con la terminación de los privilegios que supuestamente disfrutan todos los que se oponen a su iniciativa; afirmar —falsamente— que las elecciones mexicanas son las más caras del mundo; disminuir —porque «así lo quiere el pueblo»— el número de diputados y senadores y acabar con los «plurinominales», lo cual es una burda mentira porque lo que la iniciativa del Presidente propone es exactamente lo contrario: que todos los legisladores, incluso los locales y hasta los regidores municipales, sean —todos— plurinominales, es decir, de representación proporcional. Como los «pluris» son impopulares, ha manejado el engaño con una desvergüenza que asombra.
Otros elementos de su narrativa han sido los dos siguientes: Repetir que su iniciativa propone disminuir drásticamente el financiamiento público a los partidos, por tratarse —dice— de montos ofensivos (que sin embargo no le parecieron así cuando fue presidente del PRD y después de Morena), y que a los consejeros del INE y a los magistrados del Tribunal Electoral los elija el pueblo mediante votación, de una abrumadora mayoría de candidatos que él y sus seguidores de los Poderes Legislativo y Judicial propondrían, de manera tal que tendría asegurado el control de ambos órganos y con éstos de los procesos electorales. Naturalmente para hacer y deshacer a placer.
¿Cuál pudo haber sido la razón que animó al Ejecutivo a presentar esa iniciativa de contenido tan evidentemente antidemocrático? Muy sencillo: al paso que van las cosas, claramente advierte López Obrador el alto riesgo en que se halla de perder las elecciones presidenciales de 2024, que también serán para renovar ambas Cámaras, lo cual obviamente lo saca por completo de sus casillas.
Varios datos apuntan es esa dirección. Uno, que frecuentemente no se tiene presente, que Morena y sus aliados en las elecciones intermedias de 2021 obtuvieron dos millones de votos menos que los cuatro partidos de la oposición.
También, que el partido gubernamental perdió en esas elecciones la mayoría calificada de las dos terceras partes de los integrantes de la Cámara de Diputados que tenía en la anterior legislatura; que perdió además la mayoría de las alcaldías de la Ciudad de México y que la popularidad de AMLO, así sea lentamente, va a la baja y en cualquier momento puede caer de manera abrupta. Es previsible, además, por el desgaste propio del ejercicio del poder, que en lo sucesivo sea más probable que tal popularidad baje y no que suba.
Ante ese oscuro panorama, a López Obrador no le queda otra alternativa que dar un manotazo para apoderarse del aparato electoral, es decir, tanto del ente que organiza los comicios, el INE, como del tribunal que los califica y resuelve los litigios.
¿Qué le falló en su cálculo a López Obrador? Todo parece indicar que no calibró bien que en esta ocasión su narrativa —manipuladora y mendaz, como siempre— terminaría por no funcionarle. Y el otro error de percepción en que incurrió fue suponer que la sociedad mexicana continuaría indiferente y pasiva como había permanecido hasta ahora ante todos sus caprichos y arbitrariedades. Como en el caso del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, por ejemplo.
Consecuencia de lo anterior, natural y esperada, fue la gigantesca marcha cívica del domingo 13 de noviembre en la Ciudad de México y en medio centenar de otras ciudades del país, con número de participantes nunca antes visto, sin acarreos ni paga, con saldo blanco, además, que se constituyó en un elocuente mensaje acerca del ánimo que prevalece en amplias capas de la sociedad, incluidos jóvenes y familias de clase media baja, de ya no tolerar más abusos. Y luego la pifia oficial de subestimar de manera tan grotesca el número de asistentes a la marcha capitalina, que se tomó como un agravio más.
Seguramente nadie imaginó que una marcha como la del domingo, por lo pronto la primera, y los marchistas que en ella participaron, finalmente terminen por «juntos hacer historia».