Ya sé: grandes escritores han tenido mascotas, incluso múltiples.
Los numerosos gatos de Octavio Paz, los perros de Hemingway o la langosta de Gerard de Nerval (solía pasearse con ella), pero nuestros penates, esto es, nuestros dioses domésticos son más modestos o, por lo menos, más entrañables.
¿Por qué? Porque forman parte de una configuración afectiva única.
Es muy raro que un ser humano pueda vivir sin mascotas. A mí, por ejemplo, se me murieron tres periquitos de amor.
Los encontré destazados en el jardín, allá en Torreón, Coahuila. Acaso un ave, aviesa, proterva, los destrozó. Fue una impresión durísima verlos con la sangre en el pecho.
Hoy tengo dos mascotas, madre e hija: Lila y la Colosita. Son dos gatitas de estremecedora ternura que, como dijo el poeta, me acompañan en mi soledad sonora.
Por eso quiebro una lanza por la genealogía de las mascotas y, estoy seguro, que sí fuesen seres pensantes —que sí lo son— darían la vida por uno. ¡Ah!