La carrera política de Miguel Riquelme es peculiar. Empezó con tumbos e igual terminará. El Senado será, en su caso, destino final, igual que para muchos exgobernadores. En 1999 debutó como aspirante a diputado local y fue el único de los 20 candidatos del PRI en perder (con el panista Luis Flores Morfín). Seis años más tarde volvió a intentarlo y esta vez llegó al Congreso. Después fue diputado federal en unas elecciones desairadas, pues fueron las intermedias de Felipe Calderón. El tablero marcaba 2-1. El 2013 compitió por la alcaldía de Torreón. La madrugada del 8 de julio, en una llamada con el entonces gobernador Rubén Moreira, se declaró perdido, pero el voto de los otros siete partidos que lo postularon (todos satélites del PRI) le salvaron en el último minuto por una diferencia mínima frente a Jesús de León (PAN).
La prueba de fuego para el lagunero ocurrió en 2017, cuando rivalizó con Guillermo Anaya por la gubernatura. En la elección previa el PRI captó 710 mil papeletas con todo el aparato volcado y una alianza de cuatro partidos. Riquelme recibió 482 mil votos (60% menos de los emitidos por Rubén Moreira). Así castigaban los coahuilenses el «moreirazo» impune todavía. Como en el caso de la alcaldía de Torreón, Riquelme estuvo a punto de perder. La diferencia de sufragios con respecto de Anaya era apenas de 38 mil votos menos de tres puntos porcentuales. El caso se resolvió en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación luego de que el presidente Peña Nieto recibiera a Riquelme en Los Pinos y lo declarara gobernador.
Riquelme fue un gobernador bien calificado en términos generales. No tanto por la obra realizada, pues los 36 mil millones de pesos restados al presupuesto para pagar intereses de la megadeuda, no lo permitió. Se le reconoce por la forma como ejerció el poder, opuesta diametralmente a la de los atrabiliarios Moreira y por una estrategia de comunicación que contrastó la violencia en estados vecinos gobernados por Morena con la «paz» en Coahuila. Este logro no solo es del Gobierno, sino también de los coahuilenses, de las cúpulas empresariales de La Laguna y en especial del apoyo federal a través de las fuerzas armadas y de la Guardia Nacional. Con ese capital político, el PRI lo nominó para senador de mayoría, no sin la oposición de Rubén Moreira, quien maniobró para ser él quien apareciera en las boletas.
La ruta en el pasado era inversa: del Senado surgían los gobernadores. La excepción es la de don Braulio Fernández Aguirre, quien, después de despachar en la sede del poder ejecutivo fue senador y director de la Comisión Nacional de Zonas Áridas al mismo tiempo. Riquelme estaba seguro de ganar el escaño y se confió. Sin embargo, como sucedió en 2018, Morena derrotó a la fórmula del PRI-PAN-PRD, formada por Riquelme y Bárbara Cepeda. Difícilmente el triunfo de Luis Fernando Salazar y Cecilia Guadiana se revertirá. Su victoria no sorprendió, pues el partido de la 4T arrasó en los comicios del pasado 2 de junio.
Un golpe duro para Riquelme, quien aun así tiene asegurado un asiento en la Cámara Alta por el principio de primera minoría. Cepeda, en cambio, se quedará en el camino. Salazar, antes aliado de Guillermo Anaya y militante del PAN, conoce el territorio. Su objetivo es el Palacio Rosa. El apellido ayudó a Cecilia. Su padre fue un hombre cercano al presidente Andrés Manuel López Obrador y compitió por la gubernatura en 2017 y 2023 tras haber ganado la senaduría en 2018 al vencer, junto con Eva Galaz, al tándem de Verónica Martínez y Jericó Abramo. Riquelme, al final, no era tan popular como decían las encuestas. «La popularidad —nos recuerda Víctor Hugo— es gloria en calderilla».