La filosofía como compromiso, del filósofo mexicano Leopoldo Zea, centra toda su atención en la palabra compromiso, palabra de uso corriente pero que en filosofía adquiere una perspectiva que vale la pena abordar.
El texto de Zea hace referencia a otro texto clásico de la filosofía: la Apología de Sócrates, del filósofo ateniense Platón. En esa obra Platón pone en boca de Sócrates las siguientes palabras: «Allí donde alguien se haya situado a sí mismo, creyendo ser el mejor, o donde haya sido situado por un jefe, allí hay que sostenerse, sin importar los peligros ni ninguna otra cosa más que la convicción de haber elegido o haber sido señalado para un fin. Y así como durante la guerra permanecí en los puestos que los jefes me señalaron, aún a riesgo de morir, ahora haría mal si, al señalarme el dios y haber tenido que creer y admitir que me hace falta vivir filosofando, sólo por temor a la muerte, abandonase la línea…»
La evocación platónica, llegada hasta nosotros como un eco de las palabras dichas por Sócrates, constituye un irrefutable ejemplo de compromiso; lo es porque estas palabras fueron pronunciadas, en términos más o menos similares, en dos circunstancias distintas: primero, ante el jurado que lo condenó a muerte y que le pedía desistir de su actividad vital, que no era otra cosa más que filosofar, y, segundo, ante sus discípulos, encabezados precisamente por Platón, que intentaron liberarlo de la prisión para ponerlo a salvo.
La cuestión resulta importantísima porque define lo que es compromiso en su sentido más profundo. Es compromiso porque Sócrates tuvo la oportunidad de salvar su vida sólo por el hecho de intercambiar su actividad de filosofar por el veredicto que lo condenaba a muerte. Sin embargo, Sócrates no lo hizo porque su compromiso con la actividad intelectual que tomó como opción de vida lo mantuvo en la línea, en el puesto; lo contrario hubiera significado claudicar, abandonar la línea, es decir, traicionar su compromiso asumido con la filosofía.
El sentido del texto nos indica que compromiso es no claudicar, no abandonar la línea, el puesto, sino mantenerse firme ante la profunda convicción de que aquello que se eligió como forma de vida, es lo correcto y la única y definitiva opción.
Esa misma exigencia que se planteó Sócrates para sí mismo frente a su quehacer también debería planteárselo todo Gobierno y quienes lo encabezan: su compromiso ante el ciudadano, su compromiso de no abandonar aquello que cada político tomó como su opción para la vida, sabiendo que eso era lo correcto; más aún, lo único y definitivo, reafirmado en cada obra, en cada momento en que su pensamiento y sus procesos imaginativos sean exigidos por la acción en turno.
El compromiso en filosofía no se refiere a un convenio interesado en algo; tampoco a una obligación contraída con alguien a cambio de beneficios o ventajas políticas, económicas, sociales o de otra índole; mucho menos es un contrato para realizar un trabajo. Más bien se refiere a la actitud que adopte un sujeto frente a la circunstancia que vive, frente a la realidad que confronta y frente al mundo que lo rodea. Frente a esas tres situaciones el individuo habrá de actuar, es decir, ser activo, o no, o bien resultarle indiferente.
Ahora bien, ¿por qué el sujeto puede optar por comprometerse o no? La respuesta es tremendamente perturbadora: porque el compromiso es condena, a la manera de una pena, casi como un castigo que debe cumplirse. Es así porque el compromiso mueve toda una maquinaria que desata una serie de eventos que tienen consecuencias, no siempre agradables, para el que da una respuesta. Recuérdese las consecuencias que tuvo para Sócrates.
El compromiso condena porque significa padecer los efectos de tal actitud; el no compromiso lleva al confort pues no tiene que asumirse nada. El compromiso implica responder ante la circunstancia individual, la realidad y el mundo; el no comprometerse alivia al individuo de toda obligación de dar respuesta ante su circunstancia, su realidad y su mundo. El que se compromete es responsable del otro al hacerse solidario con él como reflejo de sus propia vulnerabilidad; quien no se compromete no se responsabiliza de nadie. El que se compromete y responde, vive en la incertidumbre ante las consecuencias de su respuesta; en cambio el que no se compromete vive en la absoluta certeza de que todo continuará inmutable. El que se compromete vive angustiado ante los embates de la incertidumbre; el que no asume el compromiso vive en la indiferencia. Quien está comprometido no abandona el puesto y puede, incluso, morir por permanecer en la línea de fuego; el que no se compromete huye, escapa y puede entonces vivir eternamente.
El que responde por asumir el compromiso, abre todos los umbrales de la libertad, la justicia, la paz, el orden, la igualdad, los derechos del otro… Por el contrario, el que no emite ninguna respuesta por no estar comprometido, cierra todos los umbrales de la libertad, la justicia, la paz, el orden, la igualdad y los derechos del otro.
El que se compromete, hace de la utopía la posibilidad de un mundo mejor para todos, mientras el otro cierra toda posibilidad a mejorar las relaciones de los hombres en un mundo que ensancha cada vez más sus distancias entre ellos.
A un político se le pide compromiso ante los eventos que plantea su quehacer; compromiso ante la llamada que hacen las causas sociales; compromiso ante todo lo que tiene qué ver con la existencia porque nada de aquello le resulta ajeno.
El político que ha elegido ganar la vida con la realización de una obra basada en la experiencia de comprometerse a diario con los eventos del mundo y salir triunfante de todos los desafíos a los que se enfrentó, a ese hay que temerle porque está hecho de una pasta especial, distinta a la que estamos hechos la mayoría.
Un político será realmente de altura sólo cuando el ciudadano tenga la noción exacta de ver, sentir y palpar en cada acción del político la historia de su vida. Si esto no ocurre, entonces no hay tal político; enfrente sólo habrá un charlatán de poca monta.
La legitimidad de la obra de Estado se funda en un orden de valores fácilmente perceptibles: libertad creadora, honradez y coherencia intelectual, sensibilidad aguzada para eludir la falta de veracidad, entre nosotros.
La actividad política es el resultado de un trabajo intelectual disciplinado, continuo, forzoso y agotador. Por eso los grandes se pueden contar con los dedos de una mano. Sólo cuando la pasión y la convicción se apoderan del político, surge la obra de Estado, no antes.
Por esa razón lo del Humanismo mexicano propuesto por mi presi como denominación al conjunto de su obra se me hace una desproporción, una desmesura, sobre todo para alguien que sintetiza el fracaso del Estado mexicano.
Humanismo mexicano, adió, se me hace muy trompudo pa cochino.