Ida y vuelta del chisme a la ignorancia

La falta de información nos apalea, y en grande. Es un fenómeno que se ha acrecentado con el uso y abuso de los medios de comunicación digitales, pero que siempre ha sido un cáncer social. La aparición de la pandemia de COVID-19 y la necesidad de mantenernos al día con estadísticas, testimonios, pronósticos y novedades científicas, viene a demostrar lo poco informado que, en realidad, estamos.

En este ámbito se han gestado y fortalecido creencias que debemos extirpar de inmediato o modificar acorde a la etapa que vivimos para aceptarlas tal cual son. Por ejemplo:

Más publicaciones no implican más conocimiento. Sí, es verdad que Internet permite crear un colchón de textos, imágenes, videos, incluso elementos interactivos que, supuestamente, pretenden instruirnos, pero justamente esa facilidad para que cualquiera acceda a la red de redes, abre un portal por donde circulan, junto con el conocimiento, la estupidez y la falsedad.

En efecto, ni siquiera Wikipedia está exenta de deslices. Es verídico que la información que comparte la famosa enciclopedia digital es revisada, pero el tiempo que demoran sus organizadores en iniciar esta revisión, junto con el otro tiempo que se tarda en validar el contenido, suele afectar a millones de usuarios. Sin contar que, muchas veces, ni siquiera los compiladores se ponen de acuerdo para emitir un veredicto.

Cualquiera puede publicar lo que sea en Internet. Basta escribir algo en redes sociales, abrir un blog, crear una página web o, más sencillo aún, usar algunas de las miles de plataformas que existen justamente con este propósito: compartir criterios y experiencias. Sin embargo, que esté visible para el público no certifica su valía. A pesar de sus vínculos a supuestas fuentes fidedignas o las fotografías que pretenden certificar su autenticidad. Parafraseando a Abelardo Castillo, «que esté bonito, no significa que esté bien». A diferencia de un libro impreso, que pasa antes por un consejo editorial —no implica garantía, lo acepto, pero algo es mejor que nada— los textos que aparecen en la nube pueden arrastrarnos a la ignorancia en lugar de al conocimiento.

Y esos casos son los menos peligrosos. Las fake news pueden ser mucho más efectivas en conducirnos hacia el error. ¿Por qué? Pues usualmente se reconoce más fácil una estupidez que un engaño. El segundo suele estar mejor elaborado y responde explícitamente al propósito de desorientarnos. De ahí que este nuevo concepto —nuevo en el ámbito cibernético, advierto, porque en la humanidad ha existido siempre— llame tanto la atención y hasta cursos se desarrollan para reconocer dónde radica la falsedad de una primicia.

Por lo tanto, y a modo de resumen. Así como reza el dicho: «no todo lo que brilla es oro», pues tampoco todo lo que en Internet se publica resulta veraz.

Otro elemento que suele enceguecernos: las estadísticas, con sus gráficas, columnas de datos y tempestades de cifras. Es un gran espejismo porque, así solos, los números no son nada. Se necesita saber interpretarlos y, en ese caso, volvemos a carecer de información, de análisis deductivo. Sin contar que, al menos cuando de consultas se trata, la muestra donde se ejerce tal consulta influye directamente en los resultados. ¿Creen que es igual preguntar a un partidario de Morena que a un opositor por la capacidad del presidente para dirigir el país? Bueno… quizás el ejemplo no sea el más claro, porque como van las cosas en México, no me extrañaría que ya ni los morenistas apoyen a Obrador.

¿Y los medios de comunicación oficiales? Es decir, los periódicos y revistas establecidos, que no le deben únicamente a la iniciativa de una persona que instala una webcam en su computadora para hacerse visible al mundo. Pues, entendamos algo: El avance de la tecnología no cambia algunas costumbres. Los medios oficiales responden a una agenda que, a su vez, suele organizarse acorde a los intereses de las grandes empresas y los gobiernos. Por lo tanto, si antes no eran confiables, ahora no tienen por qué serlos.

¿Solución? No es dejar de leer. Al contrario, leer todo y de todos. Nosotros tenemos que agudizar nuestro intelecto y nuestro sentido crítico para que las interpretaciones que arriesguemos, agarrando un poco de aquí y otro poco de allá, logren abrirnos el camino del conocimiento. No hay otra forma de sobrevivir, ni en este siglo, ni en ningún otro. Tengámoslo siempre presente: conocimiento es poder.

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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