Para una generación de Estado a cargo de políticos envueltos en las sombras, desposeídos de afecto y solidaridad para la vida de los que integran la sociedad mexicana de hoy, por más que expresen su preocupación pública por ellos y lanzan incansables ladridos de un discurso que quiere convencer de que sus metas de trabajo son, precisamente, ellos, la cuestión educativa debe parecerles poco menos que un abismo ante el cual se quedan completamente mudos.
No los culpo, sin embargo; la educación es un asunto complejo y sumamente desafiante. Para los profesionales de la materia, esclarecer, siquiera, el concepto entraña serias dificultades que, de entrada, obstaculizan su abordamiento.
Wilhem von Humboldt, en una obra de superior lucidez intelectual llamada Los límites de la actuación del Estado, publicado por la Universidad de Cambridge en 1969, privilegiaba una concepción racionalista de la naturaleza humana, sobre la cual destacaba la acción creativa libre como esencia, precisamente, de la naturaleza humana.
La referencia es importante porque, justamente en ese ámbito, insertaba la educación. He de agregar que a Humboldt se le reconoce un status, ganado a pulso, como teórico educativo, como profesional de la educación y, sobre todo, como el fundador del sistema universitario moderno e inspirador de trabajos esenciales en torno al tema de autores como Bertrand Russell y John Dewey, ni más ni menos.
Humboldt representa una corriente de pensamiento en torno a la educación y que me interesa destacar aquí: es una concepción humanista que considera al alumno del mismo modo que un jardinero considera a un árbol joven, es decir, como algo “con cierta naturaleza intrínseca que adquirirá una forma admirable si goza del terreno, el aire y la luz apropiados”.
Aquí, la escuela debía ser un agente donde el proceso educativo se guiará por un espíritu de reverencia ante algo que se muestra ante algo sagrado, indefinible, ilimitado, único, individual, pero sumamente valioso porque representa el principio que hace crecer la vida.
Del lado opuesto están otros autores que tienen una mirada distinta sobre el mismo tema. Entre ellos, Iván Ilich, para quien la escuela debería desaparecer por ser un obstáculo para el desarrollo normal de los alumnos.
Si bien no comparto este último planteamiento, me sirve porque durante los momentos más álgidos de la pandemia y los posteriores a ésta, los rezagos educativos se volvieron más agudos, se profundizaron los problemas y ha surgido la necesidad de un debate serio sobre estos asuntos.
Por ejemplo, ha vuelto a aparecer ese tipo de escuela donde la educación prioriza valores que, aunque importantes, no constituyen el fundamento de lo que Humboldt, Russell y Dewey, privilegiaban como la mejor opción.
Valores como la puntualidad o la obediencia resultan inapropiados para la formación de una persona. Lo deseable es que sea un individuo creativo, independiente y libre, supuestos relativos a la naturaleza humana.
La educación pospandemia en México, ha puesto en evidencia que las autoridades educativas de nuestro país han realizado un vano esfuerzo por mejorar físicamente las escuelas, cuyo deterioro durante la contingencia sanitaria, dejó saldos sumamente negativos.
Vano esfuerzo también ha resultado el hecho de elaborar programas de trabajo adecuados para fortalecer el sistema escolar. El resultado visible es un estancamiento en el proceso formativo. En cambio, se ha hecho fuerte esa abstracción llamada educación.
De nueva cuenta, hoy se asume el sistema escolar como un dogma de validez universal que ha dado por resultado el surgimiento de las sociedades industriales; también se ha vuelto a eludir el análisis crítico de la ideología que la sustenta.
Es un hecho ineludible que la escuela, tal y como funciona hoy en sus diferentes niveles, resulta absolutamente ineficaz a la hora de confrontarse a sí misma con la realidad. De hecho, como yo lo percibo, la existencia de una educación basada en la escuela contribuye, entre otras cosas y de manera tajante, a acentuar la polarización social.
Es así porque la escuela concentra sus servicios en una minoría al no poder atender a la población entera. Esta minoría termina convirtiéndose en una élite de privilegio que ha facilitado el camino a la construcción de una estructura política de tipo fascistoide, con miras a separar a los que tienen escuela de los que no; y aún los de ciertas escuelas consideradas de alto prestigio de aquellas otras de menor rango.
Así pues, hacia afuera, con la sola existencia de la escuela hay una cierta llamada a la violencia pues los diferentes métodos de admisión constituyen una práctica de verdadero reclutamiento que sugiere más tarde el secuestro y la reclusión por muchas horas del día durante muchos años de los niños y jóvenes de este país en ese momento ritual que es la escuela.
Eso se vive hacia el interior donde, además, el alumno debe sortear otros escollos de particular dureza: exámenes a criterio de los docentes, ambigüedades en el desempeño profesional de los maestros y una carga administrativa de burocracia inacabable.
En tiempos de crisis como los que hoy atraviesa la educación en México, igual que en otras áreas de acción, existe una ausencia de políticas públicas capaces de rescatar del naufragio el proceso educativo. A lo largo de todo este sexenio, por ejemplo, la Secretaría de Educación, aunque oficialmente cuenta con un titular, en los hechos se mantiene apócrifa y las universidades sucumben poco a poco ante la falta de recursos financieros.
Esas políticas públicas al respecto, hoy ausentes en el gobierno de la cuarta transformación, quizá podrían intentar llenar las lagunas conceptuales en torno a las teorías de aprendizaje; llenarlas porque la falta de ellas hace muy difícil plantear cuestiones fundamentales de la educación.
Sin ellas es imposible determinar eficientemente cómo se relaciona lo aprendido con la experiencia sobre la base de lo que se aprende.
Después de la pandemia resultaría bueno volver a considerar que los asuntos de educación poco tienen que ver con nombramientos de titulares en los organismos educativos (mayormente si son tan erráticos como ha ocurrido en México durante este gobierno), sino con un debate serio y profundo en torno a nuevos valores educativos que pongan énfasis en libertades y autonomía individuales de los alumnos.
Es decir, actuar con mucha cautela a la hora de querer tratar de controlar la vida, el carácter y el modo de pensar de otra persona. Todo un desafío.