Apenas se piensa y, de manera inevitable, el concepto de nación supera con mucho el carácter jurídico del concepto. Si bien es cierto que el reconocimiento legal de los derechos para todos aquellos que nacen en un determinado territorio concluye en la protección íntegra de todas y cada una de las condiciones que hacen del individuo parte de la nación.
En realidad, la relación hombre-territorio es mucho más honda y no se reduce sólo al ámbito jurídico. Conceptos que resultan claves en este entramado son: suelo y comunidad. Lo que constituye el suelo patrio abarca toda la geografía circundante, resulta determinante porque ella contribuye a forjar las categorías del pensamiento y las afinidades de sentimiento de los individuos que forman la nación.
Es tan importante que el lenguaje utilizado para referirse a la geografía está cargado de fundamentales símbolos que se van perpetuando de generación en generación hasta constituir una constante que se repite en todas las variantes históricas y determinan lo fundamental para integrar esta realidad a la idea de nación.
Por su parte la comunidad alude a la convivencia que, de manera natural, se realiza unos con otros y que comparten las mismas vivencias, el mismo pasado y, por supuesto, el mismo origen por lo cual llegan a construir la noción de patria.
Como entidad viva que es entre los que se despliegan en una geografía, la nación les revela a su vez, la noción de identidad colectiva y, al mismo tiempo, les otorga una vitalidad única. Esa identidad es percibida con fuerza incontrovertible, da vida, seguridad y otros muchos valores porque los vincula con una estirpe de larga trayectoria que alienta a una nación para perpetuarse y abrir perspectivas para el futuro.
El concepto de nación, pues, rebasa con mucho el campo jurídico para convertirse en algo mucho más vital que responde a realidades más profundas y trascendentes que las meras normas de orden legal.
No es, pues, lo jurídico, ni la economía, ni el comercio, ni la moneda u otros órdenes de igual importancia, sino lo «hondo» que aglutina la identidad de los pueblos. Ese es su motor para luchar y hacer historia salvaguardando la expresión de su propia identidad. De aquí surge el coraje de una nación para ser ella misma.
La identidad nacional es una entidad natural e imperceptible que sólo se tematiza cuando surgen transformaciones y amenazas. Este tema sólo resalta sobre el fondo de peligros de diluirse en procesos de transculturación o por la vía del vaciamiento cultural.
A estas alturas del presente artículo bien podríamos preguntarnos, ¿cuáles son las características de lo mexicano en función de su identidad? Y la respuesta tendría qué ser la siguiente: hay rasgos visibles de identidad, constatables en todo momento, como la fisonomía. Pero hay otros que no son pasajeros sino de condensaciones y sedimentaciones que son producto de un largo proceso que ha discurrido a lo largo de su historia.
Lo mexicano se nutre de una afirmación de la existencia que no tiene otras pretensiones más que de mantenerse a flote tratando de salvar lo necesario: la supervivencia de la familia, la expresión de su alegría en las múltiples formas que le permite la vida y la confrontación exitosa con lo adverso. Fuera de esta línea vertical, que se remonta a lo tribal, todo es relativo.
Este ingenuo flotar sobre condiciones adversas y humillantes, se vive jugando; es decir, se juega a la vida porque se asume privada de toda dimensión trágica. En la vida del mexicano hay indecisiones, cambios de posición, un ir y venir entre el intento —muchas veces fracasado— de penetrar la novedad y el casi siempre retorno a lo enteramente conocido.
En cierta medida México es una cultura desfondada, que no conoce el verdadero fondo de lo trágico y sus condiciones, por eso juega a vivir destacando lo menos tenebroso de las cosas. Sabe sonreír ante la mala pasada que la vida le reserva y de eso saca el aspecto positivo de una adaptación flexible a un estado de lucha contra un enemigo mucho más poderoso que él.
Por eso también México está justificado en el «Cielito lindo», en el «Viva México», en el 15 de septiembre, en el día de muertos y en el tronadero de cohetones el último día de cada año. El mexicano es un hablador con fondo musical porque en ese hablar continuo busca reproducir la escena, comunicar lo visto y convertirse en mediador entre el hecho aludido y los ausentes que forman también su propio vacío.
En una frase de Rómulo Gallegos, podríamos resumir la identidad del mexicano que sufre y espera. Somos un pueblo manso. Esa mansedumbre y dulzura es la que se observa en su humanitarismo benéfico y humano, en su no resistir de frente al enemigo sino saber flotar y sobrevivir sin demandar mucho a la vida reduciendo a un mínimo sus exigencias; asumiéndose, pues, a la palestra de la existencia.
Cierto, es una mansedumbre tenue que está, sin pretenderlo, dotada de una altísima dosis de astucia.
Al definir así la identidad del mexicano, pudiéramos quizá encontrar una alternativa integradora de tono humanitario que no sea el frío y pobre papel integrador que hasta ahora ha realizado el presidente de la república en sus afanes de desvarío y poca cordura para construir un México autónomo, fuerte y, sobre todo, con proyección de futuro.
Porque a la identidad no contribuye su afán polarizador en los núcleos sociales que constituyen la sociedad mexicana, tampoco su esfuerzo sostenido por desarticular a todos los organismos autónomos, que son un leve atisbo de democracia; no le abona nada sus mentiras cotidianas a temprana hora del día sobre temas cruciales para el desenvolvimiento de este país. Me refiero, por supuesto, al abordamiento con datos casi de ficción, de la pandemia, de la violencia del crimen organizado, de los feminicidios, de la pérdida de empleos, de la economía en apuros, de la pobreza, de la educación, de la aplicación de la justicia…
Quizá habría que pedirle al presidente que se integre a la identidad nacional. Integrarse significa humanizarse frente a un pueblo para poder enriquecerse con una cultura que hoy necesita verdades, sólo verdades, no mentiras como el caso del general Cienfuegos.