Inconsciencia colectiva

La segunda oleada de COVID-19 es más grave y virulenta que la primera. Hace un año nadie imaginaba que la historia cambiaría radicalmente en 2020 a causa de un virus de cuya existencia se conoció por primera vez el 31 de diciembre pasado en Wuhan, China. La enfermedad tomó al mundo por sorpresa. Los gobiernos reaccionaron ante la emergencia con los recursos a su alcance y las medidas recomendadas por la Organización Mundial de la Salud. Algunos países aplicaron masivamente pruebas y otros optaron por la inmunidad de grupo o de rebaño.

La cuarentena, el distanciamiento físico, la higiene frecuente de manos y el uso de mascarillas han probado su eficacia para proteger a la población y reducir la propagación del virus. Las autoridades restringieron la movilidad, las actividades no indispensables y decretaron cierres parciales de la economía. En los primeros días de noviembre ya se habían rebasado los 50 millones de contagios y el 1.2 millones de muertes provocadas por el SARS-CoV-2. Existe optimismo sobre el desarrollo de vacunas, pero aun falta tiempo para su aprobación y aplicación en masa.

Esta ola es peor, pues encuentra a los sistemas sanitarios agotados, a los gobiernos con menores presupuestos, a la economía debilitada y a la sociedad harta de encierros y prohibiciones. Los rebrotes de COVID-19 tienen su origen justamente en el desacato de las normas de salud, lo cual puede regresarnos al punto de partida. Sin embargo, las condiciones actuales son más delicadas por los efectos acumulados de la pandemia en todos los ámbitos. Por tanto, resulta imperativo respetar y aun extremar todas las medidas preventivas.

Sin la participación y el compromiso comunitario difícilmente los gobiernos podrán contener la nueva oleada de coronavirus. No hay país, por poderoso que sea, capaz de afrontar una situación así, menos aún si sale de control. Los hospitales están saturados, los decesos se multiplican y la moral decae. Los médicos y el personal sanitario están sometidos a una presión descomunal y cada vez a más contagios y muerte. El llamado del sector es al sentido común: el peligro, lejos de haber pasado, es potenciado por la irresponsabilidad de quienes anteponen su libertad a la salud propia y ajena.

La salud es más importante que la economía, pero una no debe excluir a la otra. Lo sensato es buscar un equilibrio sano entre ambas y aceptar que la circunstancia exige sacrificios. La pandemia lo ha trastocado todo y obliga a replantear prioridades. No se trata de un tema de política o de partidos. La emergencia nos rebasa a todos y demanda unidad de los sectores público, económico y social para librar una batalla que ha provocado dolor, muerte, zozobra y miedo. Es comprensible el deseo de recuperar la normalidad perdida, pero la realidad lo impide.

El mundo cambió y debemos adaptarnos a las nuevas circunstancias. Nadie está a salvo del virus, ni aun quienes se creían inmunes a cualquier calamidad —los poderosos—, pero son pocos quienes pueden afrontarlo sin la angustia de cómo subsistir sin trabajo ni acceso a los servicios de salud esenciales. Son tiempos, pues, de solidaridad, sobre todo con los desamparados. La rendición, por cansancio o falta de fe, no es opción. La COVID echó abajo nuestras certezas. Somos vulnerables. Un agente infeccioso microscópico tiene al mundo de rodillas. No aticemos la pandemia con la inconsciencia colectiva.

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