Existe un documento muy poco conocido y mucho menos difundido que, bajo el nombre de «Apuntes para mis hijos», escribió de su puño y letra Benito Pablo Juárez García. Se trata de un documento de la mayor importancia histórica que, además de relatar sus orígenes, nos deja un legado del hombre de carne y hueso y no de bronce y mármol como lo conocemos. A continuación, hago algunas transcripciones:
«El 21 de marzo de 1806 —dice Juárez—, nací en el pueblo de San Pablo Guelatao de la jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el Estado de Oaxaca. Tuve la desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron.
»Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué hasta donde mi tierna edad me lo permitía a las labores del campo. En algunos ratos desocupados mi tío me enseñaba a leer, me manifestaba lo útil y conveniente que era saber el idioma castellano y cómo entonces era sumamente difícil para la gente pobre, y muy especialmente para la clase indígena, adoptar otra carrera científica que no fuera la eclesiástica.
»Estas indicaciones y los ejemplares que me presentaban algunos de mis paisanos que sabían leer, escribir y hablar la lengua castellana, y de otros que ejercían el ministerio sacerdotal, despertaron en mí un deseo vehemente de aprender. Además, en un pueblo corto, como el mío, que apenas contaba con 20 familias y en una época en que tan poco o nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela; ni siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de Oaxaca con esa intención, y los que no tenían la posibilidad de pagar la pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares a condición de que los enseñaran a leer y escribir».
Juárez narra su vida que lo llevó de ser regidor hasta presidente de la República. Describe cómo en 1859 expidió, con el apoyo de Ocampo, Lerdo y los liberales, las leyes de Reforma que nos dieron la independencia del estado respecto de la Iglesia; la Ley sobre Matrimonio Civil y sobre el Registro Civil, la de Panteones y Cementerios, y de paso el control de los bienes de la Iglesia a la Nación.
No incluye, porque ocurrió después de sus «Apuntes», el conflicto derivado de la declaración de la moratoria de la deuda externa, que encontró como respuesta brutal de las naciones acreedoras, la invasión. Francia, ambiciosa, instaló al archiduque austriaco Fernando Maximiliano como emperador en 1864, lo que desató una cruenta guerra que finalizó con la ejecución del hermano del emperador austrohúngaro en el Cerro de las Campanas, previa solicitud de clemencia por parte de la gloria de Francia, Víctor Hugo, que describe a Juárez como un hombre de pie y, al lado de este hombre, la libertad.
Cuatro años habían pasado desde su salida de la capital mexicana, en donde el indio de Guelatao, con la Patria a cuestas, encarnó el éxodo de la soberanía nacional y que a su paso por Saltillo desconoció la anexión de Coahuila a la de Nuevo León, y por los desiertos de la Laguna de Coahuila, vestido de levita negra, escondió el Archivo General de la Nación en la Cueva del Tabaco.
Nada mal para alguien que, a los 13 años, sin hablar el «castilla», dejó atrás su pueblo en la búsqueda de oportunidades. Para quien con determinación y patriotismo imponía el principio de la no intervención y la autodeterminación de los pueblos que deberían constituir, hoy, un faro en asuntos tan penosos como el muro.
Por cierto, en «Apuntes para mis hijos», Juárez escribe y quizás hasta profetiza, pues dice: «A propósito de malas costumbres había otras que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernantes como la de tener guardias de fuerza armada en sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial. Tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de su recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro». Lo dicho, son estos tiempos prosaicos para hombres de talla normal.