Las encuestas electorales predicen un resultado, pero el definitivo se da en las urnas. El tamaño de las muestras y el rigor metodológico aproximan a la realidad, pero, como variable, el factor sorpresa puede ser determinante. Un escándalo, un traspié o una revelación en medio o al final de las campañas le han dado la vuelta a la tortilla. En México sobran casos de empresas cuyos servicios se ajustan al gusto del cliente, manifiestan una preferencia política o son influidas por el poder. Gobiernos y partidos tienen incluso sus encuestadoras de cabecera. Pero como los ciudadanos cada vez se chupan menos el dedo, no responden u ocultan la verdadera intención de su voto. El escepticismo indujo a elevar la calidad de las pesquisas.
Además, la Reforma política de 2014 reforzó la regulación de encuestas electorales, sondeos de opinión, encuestas de salida y conteos rápidos, y dotó al Instituto Nacional Electoral (INE) de mayores atribuciones en la materia. Las encuestadoras, por ley, tienen la obligación de respaldar con un estudio íntegro los resultados presentados al secretariado ejecutivo del INE o a sus equivalentes en los estados, según el tipo de elección (federal o local). Quienes ordenen o publiquen encuestas y sondeos de opinión deben detallar la metodología, el tamaño de la muestra, el nivel de confianza y el margen de error y tratamiento de no-respuestas, así como la fecha del levantamiento, el sentido de las preguntas y entregar la base de datos con las variables difundidas.
Las encuestas se utilizan como arma política. En el México del partido único no eran necesarias, pues antes de las elecciones todo el mundo sabía quién ganaría y por cuánto margen. En la sucesión presidencial de 1976, José López Portillo obtuvo el cien por ciento de los votos. Doce años después, el líder del PRI, Jorge de la Vega, le ofreció a Salinas de Gortari 20 millones de sufragios, y no juntó ni la mitad (con todo y fraude). En la actualidad, los partidos y los gobiernos poseen información adicional que les permite, según la circunstancia, modificar estrategias, cambiar de candidato o negociar si se sienten perdidos.
En Coahuila, con las emociones a flor de piel por la sucesión del gobernador, las encuestas provocan sobresaltos y risas sardónicas de acuerdo con sus resultados. Es el caso de la aplicada por Electoralia del 15 al 18 de junio a 2 mil 500 personas, cuyo nivel de confianza es del 95% y un error máximo de más menos 1.96%. Según la indagación, al 31% «le gustaría» que Ricardo Mejía Berdeja «fuera el próximo gobernador del Estado» al margen del partido postulante. El segundo lugar lo ocupa Manolo Jiménez Salinas (20%) y el tercero, Luis Fernando Salazar (12%).
Mejía y Jiménez lideran también el gusto de los encuestados para ser candidatos de Morena y del PRI, con el 35% y el 31%, respectivamente. Les siguen Salazar (18%) y Jericó Abramo (14%). Si Mejía y Jiménez fueran nominados por Morena y por el PRI, el 48% sufragaría por el primero y el 29% por el segundo, dice la muestra. La votación subiría un punto por la coalición Morena-PT-Verde y uno por la del PRI-PAN-PRD. Electoralia presume ser «la casa encuestadora con el 1er lugar en menor diferencia en el pasado proceso electoral. Nuestros estudios tienen un pronóstico acertado en 5 de 6 estados y en 3 el 1er lugar».
En Coahuila las campañas iniciarán formalmente en poco menos de 10 meses (4 de abril de 2023), pero en la práctica se aceleraron tan pronto cerraron las casillas en los seis estados que eligieron gobernador. Mientras las urnas emiten su juicio inapelable, las encuestas caldean el ambiente y marcan tendencias.