La clase magistral de Higinio

«El problema fundamental de nuestra educación —y que nos puede llevar a considerar si es que estamos frente a un fracaso o a un no fracaso— depende de los objetivos planteados para guiar los procesos de enseñanza-aprendizaje dentro y fuera de las aulas»

Primera parte de dos

Los registros duros de un par de actas señalan que, el jueves 4 de noviembre de 2021, en Saltillo, Coahuila, falleció un hombre de 76 años. Esos documentos dan cuenta del nombre, causa, lugar, hora y otros datos que oficializan la pérdida humana. Ahí permanecerán como referencia contundente y parca. Sin embargo, en los registros blandos de la memoria a perpetuidad, en esa que solo puede ser escrita con emociones de alto significado, el jueves 4 de noviembre de 2021 no aparece en el calendario. En su lugar, y con mayúsculas, está subrayado el nombre de un profesor dínamo intergeneracional; el de un maestro que volvió del voto de confianza su lección más humana, y, del sonreír, calificación con honores; el de un catedrático que, gracias a su chispa de alumno perpetuo, supo darse y darnos tiempo de un cariño educacional formativo. Higinio González Calderón: presente. Alumnas y alumnos de Coahuila, y de tantos otros puntos geográficos en México, seguimos inscritos en su escuela a puertas abiertas, y le tomamos lista todos los días. Su clase magistral, aquí, continúa.

Es el 20 de mayo de 2021. Son las 9:29 de la mañana. Gracias a la virtualidad —y al permiso de mi entrevistado— hoy toco la puerta de su sala de juntas en Saltillo, Coahuila, para ocupar un espacio por ahí. También a él, a través de la pantalla, le convido un lugar en mi casa —en IDÍLEO, el puerto del libro y las artes— desde la también coahuilense ciudad de Torreón. Soy Renata Adriana Chapa González, columnista, activista e investigadora etnográfica de comunidades educativas de nivel básico, del sector público, ubicadas en zonas de alta vulnerabilidad, tanto en Coahuila como en Durango. Le quiero dar la palabra al entrevistado para registrar en esta videograbación, de viva voz, su nombre completo, su cargo y, de manera breve, su currículum.

 ¡Uy! Pero cómo le hago con eso de «breve» para resumir sesenta años de trabajo. A ver, pues. Lo voy a intentar. Yo soy Higinio González Calderón. Soy el secretario de Educación del Estado de Coahuila y me da mucho gusto poder participar en esta entrevista con el objetivo de respaldar tus investigaciones. Soy profesor de Lengua y Literatura Españolas. Tengo una maestría en administración y un doctorado en liderazgo educativo. Fui, por 31 años, rector de una universidad. Hace treinta años colaboré en el Gobierno del estado como secretario de Desarrollo Económico y Presupuesto. También fui líder del Congreso, diputado local. Y, en la Ciudad de México, trabajé en la Secretaría de Gobernación. En Monterrey tuve algunas injerencias en una compañía dedicada al desarrollo de liderazgo de ejecutivos del ramo industrial, principalmente.

Doctor, le voy a leer una frase detonadora que ha sido escuchada y comentada por casi cuarenta docentes, directoras y directores de instituciones educativas que, en la Comarca Lagunera de Coahuila y Durango, son parte fundamental en mis indagaciones sobre procesos de lectoescritura. Esta frase es una paráfrasis de uno de los fragmentos de un ensayo académico escrito por dos maestras investigadoras a nivel superior, publicado no hace tanto tiempo atrás, en el 2020: Es innegable el rotundo fracaso que enfrenta el sistema educativo nacional en cuanto al logro de los aprendizajes en lectura. Los resultados en esta disciplina se han mantenido en los niveles más bajos de la escala por más de diez años, tanto en PISA como en las pruebas nacionales ENLACE y PLANEA. Estas dos últimas, además, están alineadas al currículo, lo que refleja que no se están alcanzando los aprendizajes planeados. Los resultados nos reflejan, además, las grandes carencias que tendrán nuestros niños y jóvenes en el futuro y los escasos conocimientos con los que los estamos equipando para trabajar en un contexto globalizado y para competir con los ciudadanos de las grandes potencias mundiales*. ¿Está usted de acuerdo con esta frase?

Parcialmente, nada más.

¿Cuáles son sus argumentos a favor y cuáles en contra?

El problema fundamental de nuestra educación —y que nos puede llevar a considerar si es que estamos frente a un fracaso o a un no fracaso— depende de los objetivos planteados para guiar los procesos de enseñanza-aprendizaje dentro y fuera de las aulas. Y, desafortunadamente, es la intuición de solo unos cuantos la que predomina al momento de establecer estos objetivos. Es decir, la gente que le propone a la Secretaría de Educación Pública los libros de texto para generar aprendizajes clave, es a lo mejor muy experta, con mucha experiencia, con diplomas, capacitaciones, etcétera y más etcéteras, pero la manera en que establecen esos objetivos fundamentales para nuestro sistema educativo no es el resultado de temas consensuados más que entre ellos mismos. Son propuestas individuales —de una, dos o tres personas— o, a veces, son propuestas de grupo, pero, al final de cuentas, es una visión parcial la que nos marca el paso a nivel nacional y que, aparte, está avalada por un jurado que, en la Ciudad de México, dice «Sí, claro. Adelante. Estos objetivos son los mejores». Y, sin más ni más, por ahí nos vamos: desde Baja California hasta Yucatán; desde Coahuila hasta Tlaxcala.

Las líneas oficiales de acción, en materia educativa, en México, no nacen de una investigación que nos diga «las necesidades de la sociedad son éstas». Este tipo de estudio implicaría un reto enorme porque nos toparíamos con miles respuestas diferentes. Entonces, ¿que tenemos hoy como resultado? Un problema de diseño de objetivos de educación contra un problema de expectativas. Y, en consecuencia, comienzan a surgir bastantes dudas. ¿Qué es lo que la ciudadanía espera de la educación? ¿Qué es lo que los papás esperan de las escuelas?

A veces somos tan, pero tan doctos para decir «esto está mal» o «esto está bien» en lo que a educación nos toca, pero —repito— estas opiniones nacen en función, a lo mejor, de un cierto documento o de una propuesta que, en efecto, sí tiene objetivos, pero fueron redactados por unas cuantas personas. No son el resultado de un análisis de necesidades, científicamente sustentado. Por supuesto, aquí también entiendo algo fundamental que forma parte del sello de nuestro medio educativo: es bien difícil llegar a un consenso o definir necesidades de una sociedad cuando esa misma sociedad no tiene la suficiente conciencia ni de lo que es la educación ni para qué sirve.

Este panorama que usted recién plantea sobre el diseño de objetivos educacionales en manos de unos cuantos y el grado de inconsciencia que puede llegar a manifestar una sociedad de frente al valor y usos de la educación, ¿podría tener alguna relación con los bajos niveles de lectura comprensiva en México reportados por la evaluación del informe del Programa Internacional de Evaluación de los Alumnos, PISA —Programme for International Student Assessment / Programa Internacional para la Evaluación de los Estudiantes—, avalado por la OCDE —Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos—, y con los del Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes, PLANEA, respaldado por la Secretaría de Educación Pública del Gobierno de México?

Por supuesto que tienen relación y, por cierto, muy considerable. Sin embargo, aquí es necesario ampliar el contexto para no irnos nada más con la primera impresión de los resultados que —como país, como región o como estado— nos mantienen reprobados en «lectura». Para analizar los puntajes obtenidos en las evaluaciones PISA y PLANEA tenemos que partir, en primer lugar, del tema de las habilidades.

Si es la habilidad lectora la que nos permite entender o no entender un texto, saber explicarlo o no poderlo explicar y, quizá, aplicar o no aplicar los contenidos de tal o cual escrito, entonces es porque existen diferencias entre la capacitación, el entrenamiento y la educación. Las habilidades lectoras, en cada uno de estos tres procesos, son manejadas de manera distinta. Yo los explico así: el primer proceso, el de la capacitación, implica que yo haya visto con mis alumnos un tema y que ellos, gracias a su habilidad lectora, hayan entendido ese conocimiento; luego, el segundo proceso, el del entrenamiento, me debe llevar a que el conocimiento se convierta en habilidad lectora probada; y finalmente, la educación, el tercero de los procesos, contempla que las acciones derivadas de esas habilidades lectoras probadas sean, por fin, integradas a la cultura. Si consideramos estos tres procesos, pues… ¡me surgen muchas dudas! ¿Qué medir? ¿Cómo medir? ¿Dónde medir? ¿Cuándo medir? ¿Medimos la capacitación que enseña definiciones de conceptos o medimos las habilidades lectoras probadas? ¿O lo óptimo, en realidad, será solo medir el comportamiento; es decir, el reducto o lo único que nos queda de cualquier intervención educativa en todos los grados escolares? Cuando me refiero al «comportamiento», no pienso exclusivamente en el comportamiento social —el que responde solo a normas de carácter social— sino al comportamiento profesional, al comportamiento ejecutivo. Al comportamiento que nos puede llevar a determinar si una persona tiene el nivel, en el sentido amplio de la palabra, para analizar problemas de una manera más profunda y propositiva que los demás y, en consecuencia, para tomar decisiones.

Entonces, los resultados publicados por PISA y PLANEA sobre perfiles de lectura comprensiva reflejan un diseño de instrumentos de evaluación que ameritaría más cuestionamientos, al igual que los puntajes con que es calificada la «lectura comprensiva». Ni en PISA ni en PLANEA son plasmados los tres procesos por los que puede pasar el desarrollo de una habilidad lectora (procesos de capacitación, de entrenamiento y de educación).

No solo existe una cuestionable y riesgosa parcialización al momento en que son diseñados los exámenes. También cuando son difundidos sus resultados y hasta generalizados. El tema fundamental que tendríamos que abordar a través de evaluaciones de lectura de alto alcance es el que pudiera determinar, con la mayor objetividad posible, cuáles son los niveles culturales que tienen nuestros estudiantes cuando entran a la escuela, cuando aprueban de grado y cuando egresan de nivel educativo. Yo soy de los que creen que el ambiente cultural de la sociedad de un país determina —fundamentalmente— las posibilidades de ser educado.

Si estos dos instrumentos de evaluación de lectura comprensiva —PISA y PLANEA— son los referentes más arraigados en el imaginario educativo mexicano y, a partir de ellos, son adjetivados los perfiles de lectura de millones de alumnas y alumnos, ¿sería posible que también representaran un área de oportunidad para que otras instancias propusieran examinaciones paralelas o alternas con instrumentos rediseñados? ¿Sería un escenario factible, por ejemplo, para la Secretaría de Educación del estado de Coahuila y que fuera punta de lanza nacional, para empezar?

A mí me llama mucho la atención cuando hablamos de evaluaciones, métricas, indicadores, instrumentos, variables para evaluar perfiles lectores. Y es que, ¿sabes?, la verdad es que la lectura debería ser una herramienta tan simple como caminar. Que no necesitaras pensar dos veces para saber que puedes leer y comprender lo que dice un libro o un artículo, por ejemplo. Pero, obviamente, para lograrlo, necesitarías tener cierto nivel cultural sobre el contenido del texto gracias a las habilidades lectoras que ya platicamos, y que también implican el dominio de un vocabulario extenso.

Entonces, aquí vamos una vez más con una pregunta para la reflexión de este asunto: ¿quién define cuál es el vocabulario que debe tener un muchacho de cierta edad? Porque somos los papás y los maestros los que transmitimos a nuestros hijos, a nuestros alumnos, las palabras y las frases que utilizamos cotidianamente. El vocabulario nos da enormes posibilidades para entender el medio en que vivimos. Sin un vocabulario más nutrido, pues a lo mejor sí sabemos leer contenidos simples —esos que entendemos rebien y hasta nos emocionan— pero al entrar a la secundaria, por decir, un chavo quizá ya no va a entender lo que aparece en sus libros o lo que expone el maestro porque no conoce las palabras que son utilizadas a ese nivel. No tiene ni idea y se desmotiva. Luego, todavía peor: la cadena de la ignorancia sigue y la misma confusión y desánimo persiguen al alumno en bachillerato, en el nivel profesional y no se diga en maestrías y hasta en los doctorados. Es el problema más serio que debe enfrentar la educación y lo tenemos ante nuestros propios ojos.

Es llamativa su explicación sobre la facilidad que deberíamos de tener para aplicar nuestra habilidad lectora. «Como caminar», usted dice. ¿Opina lo mismo sobre la práctica de la redacción? ¿Ha tenido la oportunidad de verificar estos dos procesos —tanto el de lectura como el de escritura— en directivos, docentes, alumnas y alumnos del sistema educativo público en Coahuila?

La lectura y la redacción son habilidades que deben ir juntas. Sin embargo, los usos que le damos a la una y otra no son iguales. Considero que nosotros tenemos que saber leer, comprender lo leído, practicarlo e incorporarlo a nuestra cultura. Pero, en el caso de la redacción, creo que no todos la utilizamos de manera sistemática porque en nuestro medio no es solicitada —ni tampoco valorada— al menos con la frecuencia con que practicamos la lectura. Te voy a poner un ejemplo.

Conozco a muchísimos profesionistas que no necesitan redactar en forma sesuda. Sin embargo, sí necesitan escribir algunos contenidos o ciertos apuntes muy específicos. Aquí me imaginaré, solo para usar un primer ejemplo, a un súper especialista en diseño de procesos de calidad para la industria automotriz. Ese cuate está ocupado en diseñar diagramas de flujo, modelos de piezas, y, de vez en cuando, escribe algún concepto elaborado por él. O sea, en su día a día laboral no necesita redactar textos muy complejos, pero vaya que sí necesita leer y comprender textos complejos. Entonces, aunque la lectura y la escritura van de la mano, sus usos pueden no tener el mismo nivel de práctica o hasta de importancia, según sea el caso.

A partir de las reflexiones sobre la calidad de los procesos de lectura y escritura que hemos comentado hasta aquí, doctor Higinio, ¿cómo podemos definir, entonces, el tipo de ciudadano mexicano que es construido en el sistema educativo, tanto público como privado, en Coahuila?

Pues que ese es un concepto que no le corresponde a la educación, sino a los ciudadanos. A la ciudadanía misma. Somos nosotros, los integrantes de una comunidad, quienes tenemos la responsabilidad de construir la definición del perfil de ciudadano que queremos tener. El día que la sociedad cuente con la madurez suficiente para definir «ciudadanía» a través de las herramientas que la educación le ha brindado, entonces sí será tarea de los actores que formamos parte de los procesos educativos, retomar ese concepto, junto con las buenas prácticas ciudadanas, e incorporarlos a las experiencias formativas del día a día. El profesor que diseña su lección para explicar contenidos frente a su grupo no tiene por qué definir de manera unilateral —y mucho menos autoritaria— la ciudadanía.

En términos generales y prácticos, es posible afirmar que tuvimos un escenario educativo previo a la COVID-19 y, hoy por hoy, tenemos otro entorno en las escuelas donde aún existen los riesgos de salud causados por el coronavirus. En estos dos contextos, y en el marco de los procesos de lectoescritura que hemos dialogado, ¿cómo pudieran establecerse las diferencias entre un momento y otro? ¿Cómo podríamos describir a la escuela pública en Coahuila antes de la COVID-19 y con la COVID-19?

Primero, es necesario destacar que el tema de la COVID es circunstancial. Es pasajero. Yo no sé si va a terminar la pandemia en tres meses o si vamos a tener que seguir en riesgo otros tres años, pero de que va a pasar, va a pasar. El peligro que hoy representa el coronavirus es nuestro tema diario de discusión, pero ya dentro de algunos años más, no será un asunto en nuestras mesas de análisis.

Sin embargo, lo que a mí sí me preocupa bastante es el impacto emocional que la COVID ha causado a los estudiantes, a los profesores, a los directivos y a sus familias. Nosotros vamos a tener, a final de cuentas —dentro de veinte, treinta, cincuenta, cien años— una generación completa, de veinte niveles educativos, emocionalmente afectada. Desde los que cursan el primer grado de preescolar hasta los que están en el posgrado. Serán veinte generaciones que sufrieron en su vida un bache o una baja en su nivel de rendimiento escolar. Podría ser que repongamos los conocimientos perdidos de una u otra manera, conforme va pasando el tiempo. El maestro que te va a impartir, por ejemplo, Matemáticas III, va a tener que dar una repasada a conceptos que, a lo mejor, se quedaron rezagados por ahí. Esto no va a ser un grave problema porque —si se quiere y existe empeño— podemos nivelar el rendimiento académico. Pero las experiencias emocionales que nos causaron daños, ¿esas cómo vamos a sanarlas?, ¿cómo las sustituimos? Es una misión tremenda porque no va a ser nada fácil. El dolor se va a quedar y esas veinte generaciones tendrán un resentimiento que, muy probablemente, seguirá deteriorando su estabilidad en lo personal y en su interacción con su comunidad. Tengo testimonios de mamás que me han dicho: «Mi hijo ahora ya no habla con nadie. Nomás se mete en la computadora. Ya se me volvió huraño. No quiere regresar a la escuela porque dice que no la necesita».

El problema de la socialización, el de la habilidad de la interacción, solicita más atención que la habilidad técnica, que la habilidad matemática o que la habilidad científica. La conducta cada día va a ser aún más importante y es una pena el poco valor que le estamos dando al desarrollo de las habilidades de interacción. De hecho, a la tan famosa «inteligencia emocional» yo no la llamo así, sino «inteligencia de interacción», porque es en este tipo de encuentros —o de desencuentros— donde podemos ubicar tanto el problema de la falta de empatía como de un muy pobre manejo de las emociones. ¿Cómo lidiamos con estos dos dilemas en medio de la pandemia? Aquí los tengo sobre mi mesa y en mi mente todos los días.

También por medio de videoconferencias, conversé con cada uno de los colegas directivos y docentes de las escuelas que investigo en Coahuila y Durango. Son instituciones educativas con pobrezas múltiples y diversos niveles de violencia. Un tema recurrente fue el de los bajos niveles de rendimiento escolar en lectoescritura —incluso el de analfabetismo en alumnos cursando ya los grados de primaria alta— en el contexto previo a la COVID-19. Pero también ahondaron al detallar la gravedad en que se encuentra el binomio académico-emocional a causa de la pandemia. Comentaron que, por ejemplo, si el estudiante o su familia no tenían teléfono celular, o no podían pagarlo, o si tenía problemas de conectividad virtual para recibir las tareas por WhatsApp, no dudaban en dejar a un lado los deberes escolares. Cortaban cualquier otro canal de comunicación. Me señalaron que ni buscándolos en sus casas era posible que alumnas y alumnos siguieran con sus tareas. Cuando les pregunté a mis colegas cómo iban a calificar, entonces, a esos estudiantes «fantasmas», varios me explicaron que podían dejar las boletas con unas siglas que significaban que las calificaciones estaban pendientes. O bien, otros compartieron que la indicación tácita era que «los pasaran de año». ¿Cuántos cambios emergentes seguirá enfrentando la escuela en México, ahora apaleada por la pandemia?

Antes de la COVID y durante la COVID no existen diferencias en cuanto a estrategias didácticas o conceptuales respecto a la educación en sí. Los profes que ya usábamos los medios electrónicos nunca les habíamos dado la importancia para utilizarlos como un instrumento de comunicación formal y menos como una herramienta didáctica con la relevancia que la pandemia implicó.

Entonces, ¿cuáles fueron otro tipo de cambios a reportar antes y después de la COVID? Pues que el maestro fue teniendo mucha más confianza en encargar tarea a los muchachos por Internet, en revisar tareas ahí, en aplicar exámenes a distancia y en replicar otras actividades que realizaba de forma presencial, pero ahora con la ayuda del Internet. La educación digital que todos los días fuimos adquiriendo gracias al confinamiento ha sido de una gran ayuda. Sus procesos de aprendizaje no cambiaron, pero sí algunos de los instrumentos para dar y tomar clases.

Cuando yo aprendí a escribir, utilizaba un manguillo con tinta que, por supuesto, manchaba los cuadernos una y cientos de veces. Nunca aprendimos a tener una buena letra porque aquel dichoso manguito se atoraba cada tres milímetros. Pero luego apareció la pluma que, en ese entonces, llamábamos «atómica». Traía una tinta que olía como a una especie de droga, supongo, porque nos encantaba estarla oliendo y oliendo. Y mira ahora: estamos escribiendo digitalmente. Las herramientas han cambiado y eso nos ha ayudado de manera extraordinaria, con todo y la tecnofobia que era de esperarse y que tendremos que seguir procesando. Los avances tecnológicos son cambiantes, pero los procesos de aprendizaje siguen siendo los mismos.

Hace dos mil quinientos años, Sócrates hacía preguntas para detonar aprendizajes y ahora, en pleno 2021, con todo y este boom de lo virtual y las computadoras, aún seguimos haciendo preguntas. Cuestionar es una herramienta extraordinaria para construir conocimientos. Su potencial no ha cambiado. Entonces, como maestros, como directores, como padres de familia, ¿qué tenemos que hacer? ¿Llenarnos de más aparatos tecnológicos? No: necesitamos saber cómo podemos hacer las mejores preguntas. Cómo generar el diálogo con las comunidades educativas para que, con palabras muy simples, entre todos, vayamos a favor de más y mejores saberes.

¿Qué tenemos que cambiar en la educación, según yo? Debemos robustecer la calidad de la cultura de la sociedad a través de la mayor cantidad de canales y medios posibles. ¡Caray! Me quedo espantado cuando veo entrevistas que les hacen a diputados en la Cámara y les preguntan cuál es el artículo de la Constitución que habla de la educación. ¡Y tenemos diputados que no saben de eso! ¡No tienen ni idea! Aquí estamos hablando de un nivel de conocimientos bajísimo o nulo sobre contenidos que son fundamentales para un político que está en ese nivel legislativo. ¡Cómo no va a saber cuál es el artículo que trata el tema de la educación en la Constitución!

El nivel cultural tiene que ver mucho, muchísimo más de lo que nos imaginamos. Los subgrupos sociales socioeconómicamente diferentes por supuesto que tienen culturas diversas. Si en España o en Francia platicas con una persona que solo estudió preparatoria, casi te puedo apostar que vas a discutir con ella o con él a un nivel muy parecido que el de alguien que estudió una licenciatura, una maestría o un doctorado —con calidad, claro— en nuestro país. El nivel cultural es más homogéneo en otras naciones, mientras que en México existen diferencias extraordinarias. Esas diferencias culturales son las primeras que deberíamos considerar y atender a través de la educación formal.

Columnista y promotora cultural independiente. Licenciada en comunicación por la Universidad Iberoamericana Torreón. Cuenta con una maestría en educación superior con especialidad en investigación cualitativa por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Doctoranda en investigación en procesos sociales por la Universidad Iberoamericana Torreón. Fue directora de los Institutos de Cultura de Gómez Palacio, Durango y Torreón, Coahuila. Co-creadora de la Cátedra José Hernández.

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