La Corte después del affaire Yasmín

La política y quienes se relacionan con ella actúan en función de incentivos, percepciones y sentimientos. El miedo juega un papel decisivo. Mucho más con el presidente López Obrador, especialmente de los factores de poder que debieran contener los excesos del Ejecutivo. La culpa, los esqueletos en el clóset o el simple temor de no conflictuarse con la autoridad llevaron a una forma de ejercicio abusivo del poder sin contención. La popularidad y la falta de oposición crearon en el presidente la falsa convicción de estar en forma y fondo en lo correcto.

La amenaza recurrente del presidente de combatir a los corruptos, el ejercicio discrecional y abusivo de la UIF con Santiago Nieto, la temprana persecución pública y denuesto de funcionarios ejemplares como Guillermo García Alcocer de la CRE, la prisión injustificada de Rosario Robles, la suspensión del aeropuerto de Texcoco bajo la tesis de corrupción generalizada, así como la frontal embestida contra el huachicol le permitió al presidente ganar iniciativa y que el respaldo popular se elevara a cifras superiores a 80%.

La incursión presidencial en las mañaneras se volvió el medio propagandístico a la carta. La información a que están obligadas las autoridades fue subvertida por calumnia, subjetividad y el golpe abusivo a particulares, titulares de órganos autónomos, funcionarios judiciales, periodistas, empresarios. Quienes debieron contener la arbitrariedad cayeron en pasmo, con lo que se volvió natural, regular y aceptable un flagrante recurso ilegal del poder presidencial, al tiempo que no ha tenido empacho en decir que es el presidente más criticado desde Francisco I. Madero, cuando buena parte de los medios ha mantenido una postura de connivencia.

Contener al poder no sólo es juego de partidos, medios de comunicación y factores de influencia; están además los procedimientos judiciales. López Obrador candidato puso en jaque al Poder Judicial Federal al anunciar su intención de crear un órgano supremo constitucional, a manera de combatir lo que él consideraba corrupción por la colusión del juzgador con el poder del dinero mal habido. El temor fundado por una reforma de tal magnitud llevó a la Corte a una postura defensiva, especialmente por la existencia de precedentes aislados pero notorios de nepotismo y venalidad. El escándalo de la ministra Jasmín Esquivel y la elección de la ministra Norma Piña como presidenta de la Corte por la mayoría del pleno es el punto de inflexión.

La Corte es un órgano colegiado. La designación de Norma Piña ocurre después de la debacle de Yasmín Esquivel, vista como el intento de López Obrador de dominar al Poder Judicial Federal. Su innoble y fuera de proporción ataque al ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena y el pésimo manejo del escándalo de su favorita, concluyó en una pronta decisión sobre una ministra independiente de sólidas credenciales de desempeño. En la SCJN hay un antes y un después. La afinidad al presidente se reduce a dos ministras, una en jaque y otra confundida y con escasa influencia y credibilidad.

Esto no significa que la Corte pase a la condición de oposición al presidente; se acredita ahora con mayor claridad el desempeño del máximo tribunal del país para salvaguardar la legalidad y la constitucionalidad de los actos de autoridad, incluidas las decisiones legislativas y, para el caso concreto, resolver sobre las reformas a la Guardia Nacional y lo ya avanzado y por concretar en materia electoral. También es el caso del Tribunal Electoral y el incumplimiento de sentencias relacionadas con funcionarios públicos federales. El reto actual es frenar las campañas anticipadas de funcionarios federales y sancionar la inobservancia de los tiempos legales.

El imperio de la ley, la certeza de derechos y abatir la impunidad son fundamentales para el país. No es la corrupción el origen de los problemas nacionales, como ha señalado con convicción el presidente López Obrador; tampoco es la desigualdad. La causa profunda de muchos de nuestros males es la impunidad. Avanzar en este objetivo es de imperiosa urgencia y en tal empeño todos -ciudadanos, sociedad, organizaciones y autoridades- tienen una tarea por cumplir. Indispensable contar con un Poder Judicial independiente de cualquier tipo de influencia, jueces que actúen con la convicción de que su único y exclusivo compromiso es con la legalidad.

El fin del régimen populista

La crónica de Federico Rivas Molina en El País sobre el regreso de Lula da Silva al Gobierno de Brasil es ilustrativa del ocaso de un régimen populista. La izquierda y el populismo son diferentes y, en el caso de Brasil, opuestos. Al igual que AMLO, Bolsonaro apostó por Trump; esperó hasta el último para reconocer el triunfo de Biden, y la postura de su Gobierno sobre la defensa del Amazonas mereció el desprecio internacional, asunto que trae al presente la devastación que ha provocado la construcción del Tren Maya.

El relevo en los Gobiernos se acompaña del optimismo, en ocasiones desbordado. En Brasil es fundado y al menos hay razones: Lula ya fue presidente y el balance le es favorable, particularmente con el antecedente del Gobierno populista de Bolsonaro. Rivas Molina cita, asimismo, relaciones internacionales fracturadas, el prestigio del país muy debajo de su mérito, historia y pueblo. El entusiasmo quizás sea mayor en el exterior que entre los propios brasileños; lo cierto es que el populismo, como siempre, tiene un ocaso dramático y vergonzoso. Sucedió también con Donald Trump, a quien la justicia persigue y posiblemente alcance. Desentenderse de las leyes tiene consecuencias que trascienden al ejercicio gubernamental, y vuelve más profunda la herida por la derrota, precedida por la obsesión de mantener cuotas de poder para así ganar impunidad.

Estos casos llevan a pensar en qué acontecerá al concluir el Gobierno de López Obrador. En varios temas la situación del país es considerablemente peor a la que deja Bolsonaro, más allá del descuido o manejo irresponsable de las relaciones internacionales. La economía en deterioro, la inseguridad pública creciente y la impunidad, además de la persistente corrupción, serán prueba de que las cosas no solo son más graves a las que existían cuando inició el Gobierno, sino que la gran expectativa de cambio quedó en el cajón de las intenciones. Además Bolsonaro cuestionó al sistema electoral, AMLO lo ha alterado para mal.

Desde luego, el acento dependerá de la elección de 2024 y su desenlace, particularmente de presentarse la alternancia en el poder, aunque las cosas serían diferentes incluso si prevaleciera el partido y el o la candidata de López Obrador. Son tres los escenarios posibles: primero, el menos probable, se reproduce el triunfo de Morena en términos semejantes a 2018, con mayoría en ambas Cámaras y, en coalición con mayoría calificada, en la de Diputados y casi absoluta en el Senado, además de ganar las elecciones locales. Un nuevo líder o lideresa llegaría a la presidencia que, para ejercer su propia autoridad se desmarcaría del poderoso presidente saliente, a manera de dejar en claro quién manda y quién ganó la elección. Los Gobiernos del PRI ofrecen sobrada evidencia de lo que ocurre con la alternancia cuando hay dos poderes en disputa y un déficit de legitimidad democrática, que hoy se está construyendo al anticipar tiempos de campaña y debilitar al INE, al Tribunal Electoral y al Poder Judicial Federal.

Segundo escenario y, por ahora, el más probable, gana Morena en condiciones de poder dividido, esto es, sin mayoría absoluta en las Cámaras del Congreso y la oposición prevalece en territorios relevantes, como en la Ciudad de México. En esta circunstancia, el o la nueva presidenta enfrentaría el dilema de continuar con el liderazgo autoritario y vertical heredado o conciliar postura a manera de poder transitar su propuesta en el Congreso y el nuevo mapa de poder. El mensaje de diálogo, entendimiento y eventual reconciliación sería el eje del nuevo Gobierno. Habría algunos señalamientos autocríticos para ganar credibilidad y reiteración de que mantendría lo mejor del pasado, pero se revisaría lo que no estuviera funcionando.

Tercer escenario, gana la oposición. En este hay variantes, un triunfo cerrado que, en una democracia con jugadores poco avenidos a las reglas de la competencia justa, abriría la puerta a la disputa poselectoral. La definición judicial sería el preámbulo de una nueva polarización con efectos políticos inéditos, sin excluir al caos. Más razonable para el país sería un triunfo opositor convincente, aunque nunca es suficiente para los malos perdedores. El hecho es que la alternancia conduce a un camino inexorable y complicado en extremo: abatir la impunidad y, por la crisis de por medio, sensato sería desde el inicio plantear un Gobierno de salvación nacional, tema a comentar en otra ocasión.

Autor invitado.

Deja un comentario