La crisis de los partidos

Por diferentes razones, los partidos están muy mal en el momento cuando más se les requiere. No se trata, necesariamente, de ganar, sino de representar y competir. Excepto el partido en el poder, no hay organización política que pueda por sí misma ganar la elección presidencial; sin embargo, sí pueden participar en la integración de los órganos plurales, como son las Cámaras del Congreso y las locales. Está probado que también pueden ganar Gobiernos locales desde una posición minoritaria, como ha sido el caso de Movimiento Ciudadano en Jalisco y Nuevo León. En coalición y con un candidato competitivo podrían ganar el poder nacional.

El partido en el Gobierno no logró institucionalizarse. No hay una estructura de autoridad interna, reglas consolidadas y un sentido de identidad que no sea la de su líder en el Gobierno. Sin embargo, el poder cohesiona e impulsa, más cuando se genera la expectativa de triunfo. La debilidad y fragmentación de la oposición conjura la fractura de Morena. La causa trascendente se degrada y todo se reduce a ganar la elección, como ocurre con frecuencia en la democracia electoral.

Los dos partidos opositores con mayor presencia y otrora rivales históricos viven situaciones diferentes en cuanto a su propia descomposición. El PRI padece un fuerte deterioro electoral que data de 2016 y está profundamente dividido, con una dirigencia no sólo desprestigiada, sino propensa a la traición y sin sentido alguno de compromiso con el destino de su propia organización. Alejandro Moreno y Rubén Moreira no pueden aportar al bloque opositor ni a nadie un mínimo de lo que se requiere: lealtad y compromiso. Igual acuerdan debajo de la mesa con el poder, que pueden salir a arroparse con la rebelión ciudadana a la que detestan y desconfían. El policía rudo y el policía rudisimo.

Por el doble juego con el poder, propio de Moreira, el PAN ha amenazado con romper la alianza en el Estado de México y Coahuila. Muy tarde para el PAN replantear la alianza. Se quedó sin candidato y, al menos el de Coahuila, ganaría aún sin el aval de la dirigencia nacional del PAN. El cálculo tricolor es irse por la libre y tener los legisladores suficientes para ponerlos al servicio del mejor postor, esto es, del Gobierno. La política del chantaje.

El PAN tiene las mejores condiciones para representar el descontento ciudadano y sin duda su destino, en o sin coalición, es continuar como la principal fuerza opositora. Su debilidad deviene de su pasado mediato. Felipe Calderón, el presidente panista, hijo de fundadores del PAN, dañó profundamente al partido por su pulsión a someterlo; perdió muchas cosas, entre otras, su democracia interna, restrictiva, pero genuina y que le daba sentido de identidad y capacidad para atraer ciudadanos inspirados en la tesis del bien común.

A diferencia de Alejandro Moreno, Marko Cortés sí tiene sentido de partido, pero carece de visión y perspectiva, por eso no ha visualizado la manera de articular al panismo con la rebelión ciudadana en curso. Rechaza la idea de elección democrática bajo la tesis de que el enemigo podría interferir y promover al peor prospecto. Marko, encerrado en sí mismo, pierde arrojo y capacidad para entender su entorno, incluso lidiar con la maldad que siempre ha caracterizado a su principal compañero de viaje y otrora adversario, el PRI.

El PRD tiene la dirigencia más experimentada de todos los partidos. Su debilidad deriva del desprendimiento de Morena. Tiene presencia regional y debe reencontrarse con su condición de la única fuerza de izquierda democrática. Su lucha por el momento es doble: unir a la oposición y democratizar la selección del candidato presidencial, lo debe hacer entre la perfidia del PRI, la confusión del PAN y el impulso renovador ciudadano.

Movimiento Ciudadano por Dante Delgado es el partido con mayor perspectiva, aunque de ciudadano sólo lleva el nombre, al grado de marcar distancia respecto de las movilizaciones de noviembre y febrero. Su problema es que carece de organización y no ha avanzado en un esquema de construcción partidaria y formación de cuadros que hagan propio el proyecto, no la oportunidad del cargo. Su apuesta es tener un candidato presidencial competitivo. El que tiene, Luis Donaldo, no quiere y menos sin coalición. Por las mismas razones no es opción para Ebrard o Monreal. Un error mayor no participar en los comicios de Estado de México y Coahuila. No quiso conformar el bloque opositor, tampoco quedar exhibido en su precaria condición si hubiera participado de manera independiente. Su indefendible decisión de no participar significó declinar con su obligación y razón de existencia: competir y representar. Además, facilitar el triunfo de Morena en la entidad más poblada del país a un año de la elección presidencial.

Envilecimiento de la política

Andrés Manuel López Obrador dejará de ser presidente en no mucho tiempo, pero su legado, para bien o para mal, habrá de representar un momento de quiebre de la política nacional. La vehemencia del presidente y su visión de la sucesión hace pensar en una fórmula de continuidad al margen de la institución presidencial, un maximato desde la quinta en Palenque a donde ha dicho se retirará. El poder metaconstitucional es imposible, aunque se pretendiera. Ya en otro momento se abordará este asunto.

Es desproporcionado e inexacto adjudicar a López Obrador el envilecimiento, la degradación de la política; ocurre de mucho tiempo atrás. De hecho, la mala imagen del oficio y de quienes lo practican es una constante histórica. Las razones han variado en el tiempo y no siempre han sido únicas, además de fórmulas de cinismo social a manera de justificar lo inaceptable, tales como autoritario, pero garantizaba la paz social; roba, pero hace; corruptos, pero repartían; vivales, pero hacían.

Esto cambió y con el tiempo el descontento decantó en la corrupción. Ningún presidente, con la excepción de José López Portillo tuvo un ocaso tan adverso y dramático como el de Enrique Peña Nieto a pesar de las transformaciones trascendentales al inicio de su Gobierno. Se gobernó y se hizo política para una minoría poderosa, acompañado de frivolidad, venalidad y cinismo. La exclusión política y económica de los más, no sólo de los más pobres, cobró factura y el desencanto llegó por igual al gobernante, al Gobierno y al régimen mismo. Ante tal circunstancia, la prédica reivindicadora a partir del agravio caló en muchos, además en las clases medias y parte de las acomodadas, lo que llevaría a López Obrador a un empoderamiento con pocos contrapesos institucionales. El voto del agravio le impulsó arrolladoramente.

Las razones del envilecimiento de la política ahora son diferentes. La polarización pre-existente y aprovechada y promovida por el presidente ha servido para blindar a su proyecto del error, el exceso y hasta el abuso. La polarización absuelve y condena y ocurre no por razones de desempeño, sino por las emociones encontradas.

López Obrador perdió buena parte de las clases medias, pero amplió y profundizó su presencia en los sectores más pobres de la población, además de la adhesión transversal de los beneficiarios de los programas sociales.

La política se envileció ahora por tres razones fundamentales: la exclusión, esto es la nueva legitimidad requiere del rechazo, del antagonismo que, inevitablemente, conduce al repudio de la coexistencia de la diversidad. No hay espacio para la libertad de disenso en ninguna de sus expresiones. Es un ambiente de guerra que condena y excluye al opositor y también a quien actúa de manera independiente. La mesura fue exiliada del imaginario de lo aceptable, de lo conveniente.

Otra de las bajas de la nueva legitimidad política es la imposibilidad del diálogo y el descrédito del acuerdo. No dialoga quien tiene la certeza del monopolio de la verdad; se asume que el acordar, el negociar es una forma de desviar la ruta, de ceder y, en última instancia, de traicionar. Otra de las causas del envilecimiento fue el desdén a la legalidad, a sobreponer el interés político sobre lo que determina la Constitución y la ley.

La falta de diálogo y acuerdo se hace ostensible, no así en la discreción. El presidente sí dialoga, pero es selectivo y al no airearse los asuntos no hay manera de un espectro de participación incluyente y, por lo mismo, que las razones de autoridad no queden degradadas por la propaganda y la prédica moralista del régimen, eficaces para convencer a los ya convencidos, contraproducentes y motivo de encono para los demás, no todos opositores, no todos refractarios a la causa del régimen.

Una tercera razón de envilecimiento de la política es el dominio de la inercia electorera. Es mucho lo que gira en torno al objetivo de prevalecer en la elección. El presidente, el Gobierno y altos funcionarios, no sólo los aspirantes, hacen de los comicios de 2024 la atención prioritaria de actividad y de gestión política. Es una pérdida enorme de energía y en buen parte explica dos procesos perniciosos: la militarización de la vida pública, bajo el supuesto de la disciplina de las fuerzas armadas y de desempeño al margen de la política y la degradación del servicio público, resultado de que la administración y la técnica son sometidos o degradadas por el interés electoral.

Autor invitado.

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