La envidia ante la mirada de Unamuno

Para Valentín Casillas, quien vivió la «avidez de lo otro», en el sentido del amor.

Gilberto Prado, mi hermano, en una conferencia en torno a la obra de Octavio Paz, de próxima publicación, define la envidia con lujo de lucidez. Ahí, citando al «ciego clarividente de Buenos Aires», como solía motejar Gil a Borges, adelanta que la envidia es «admiración con rabia». Es interesante observar cómo se transita de la «pasión del alma» cartesiana de la admiración, que se solaza con lo extraordinario, al encono y las ganas de meter zancadilla. En esa misma ponencia conceptualiza la envidia como «el mal sagrado», en referencia a los señalamientos de la inteligente María Zambrano. Finalmente, mi hermano completa su disertación con la noción de envidia como «el homenaje que la mediocridad rinde al mérito». Y es que la envidia emparienta con la mediocridad. José Ingenieros le dedica todo un libro al tema (cfr.: El hombre mediocre).

El cainismo es otro modo de hablar de la envidia, y es obligado hacer mención de ello. El lector adivina inmediatamente que nos referimos al tristemente célebre personaje de la Biblia, Caín, quien reconcomido por la envidia ultimó a su hermano Abel. En esta ocasión disertaré sobre este pecado capital de la mano de don Miguel de Unamuno y su novela Abel Sánchez. Una historia de pasión. No debemos olvidar que el autor de El sentimiento trágico de la vida concentró su atención en la envidia, además, en la obra de teatro El otro.

Don Miguel se inspiró más en la situación de odio y envidia que vivía en su momento, a la altura de 1917, el pueblo español, que en la obra de teatro Caín, de Lord Byron: «yo no he sacado mis ficciones novelescas —o nivolescas— de libros, sino de la vida social que siento y sufro —y gozo— en torno mío, y de mi propia vida», (p. 121).

La historia de esa pasión malsana que se incubó en el alma de Joaquín Monegro empezó mal y terminó peor. El mismo Joaquín, al inicio del libro, confiesa: «Ya desde entonces era él simpático, no sabía por qué, y antipático yo, sin que se me alcanzara mejor la causa de ello, y me dejaban solo. Desde niño me aislaron mis amigos», (p. 123). Helena prefiere a Abel y Joaquín hinche de odio su corazón: «… comprendí que no tenía derecho alguno a Helena, pero empecé a odiar a Abel con toda mi alma…», (p. 129).

Dos diálogos de Joaquín con Helena y con su esposa Antonia revelan sentimientos que están vinculados intrínsecamente con la envidia. Joaquín le comparte a Helena que «… lo peor es no poder querer», (p. 132), y a Antonia le dice que la soledad más terrible es «la de aquel a quien todos menosprecian, de quien todos se burlan…», (p. 133).

Nace el hijo de Abel y el odio de Joaquín hacia Abel «se le encona», (p. 137). Joaquín le confesará al sacerdote: «Todo odio es envidia, padre; todo odio es envidia». Uno a veces cree que la envidia no es más que tristeza por el bien ajeno. La envidia va más allá de la tristeza, busca destruir al prójimo por el bien ajeno que él posee. Es la teoría que nos legó René Girard: la de la envidia mimética. Deseamos por imitación lo que el otro posee, la rabia nos carcome y buscamos acabar con la gloria del prójimo, del cercano, porque la envidia se da, casi siempre, entre semejantes: «La envidia no puede ser entre personas que no se conocen apenas… Decididamente, la envidia es una forma de parentesco», (p. 167).

Al final, Joaquín «mata» a Abel: «Mira, Abel, que me amargaste la juventud, que me has perseguido la vida toda…», (p. 172). He aquí la causa, el motivo, la razón del crimen. Y Joaquín muere sin llegar a viejo: «La vejez egoísta no es más que una infancia en que hay conciencia de la muerte», (p. 174). No quiso llegar a viejo. Una tragedia de dimensiones espeluznantes.

La tarea está clara. Hemos de combatir la envidia que nace del mecanismo psicológico de la comparación. La comparación es inevitable, pero se puede controlar la pasión que surge de ella y no caer en brazos del odio destructivo. Siempre se ha dicho que la caridad es el antídoto contra la envidia. Ambas son, María Zambrano observa, «avidez de lo otro». Pero la búsqueda de la unidad, y no de la mera alteridad, hace la diferencia. La sublimación es un don que viene de arriba. Habrá que abrir el corazón para recibirlo.

Referencia:

Unamuno, Miguel de, Niebla. Abel Sánchez. Tres novelas ejemplares y un prólogo, Porrúa, «Sepan cuantos…», No. 388, 14ª. edición, México, 2000.

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