El presidente López Obrador ha usado y abusado de la expresión golpista. Después de más de un siglo vive el trauma del golpe de Victoriano Huerta contra el Gobierno de Francisco I Madero. Remite con frecuencia al apóstol de la democracia, particularmente, cuando hace referencia a la prensa golpista, que sí existió en aquel entonces, y a la que ahora así la refiere para evitar el escrutinio público a que todo Gobierno debe estar sujeto en una democracia.
Golpe de Estado significa hacer caer a un Gobierno democráticamente electo. A la vista de todos, con connivencia de las autoridades de la Ciudad de México y la complacencia de muchos, la jueza Elma Maruri Carballo acaba de echar del poder a Sandra Cuevas de la alcaldía Cuauhtémoc. Las medidas precautorias dictadas por la funcionaria judicial en un polémico caso implican separar del cargo a quien fue electa por el voto democrático. Puede más la discrecionalidad de la jueza que el sufragio mayoritario.
Se ha discutido mucho el fuero procesal de los funcionarios. Acabar con él parte de un sentido justo de la igualdad jurídica ante la ley y de evitar el abuso documentado; y de que conspirar desde el poder contra el funcionario electo remitía a un pasado lejano. El caso de la defenestración de Sandra Cuevas le da actualidad. No se trata de proteger a la persona, sino a la función que justo ahora se afecta.
El tema adquiere relieve por la animadversión de la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum a Cuevas, en abono a la versión de una supuesta traición dentro del mismo partido gobernante y punto de inflexión a la baja en su pretensión sucesoria presidencial. Se trata de una sanción ejemplar mediante el uso discrecional de la justicia penal, un caso no muy diferente al del gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García, con la aprehensión de José Manuel del Río Virgen, importante funcionario del Senado y del entorno de Ricardo Monreal.
Como en los peores tiempos, las diferencias se resuelven en el terreno de la justicia penal a modo del poder y en detrimento del ciudadano o de quien se opone o compite contra el gobernante. Ahora es peor, por la supuesta autonomía de las fiscalías y la independencia del poder judicial.
Nadie puede ser privado de sus derechos y, por lo mismo, de sus responsabilidades sin que medie sentencia en la que se garanticen las garantías del procesado. Precisamente por esta consideración, las medidas cautelares, sea privación de libertad o restricción a la misma, deben ser excepcionales; más aun tratándose de un funcionario electo.
No se trata de afinidades partidistas políticas o de grupo. Por elemental sentido de legalidad y de respeto a las garantías de las personas y a la del sufragio debe rechazarse, con toda energía, el uso discrecional de la justicia penal ante cualquiera, más cuando su propósito es de naturaleza política y conlleva la anulación del mandato democrático de un funcionario electo. Consecuente con el principio de que los cargos de elección popular son irrenunciables, también debe protegerse de cualquier interferencia al democráticamente ungido. En todo caso, es la sentencia —que debe resultar de un juicio justo—, la que debe determinar los alcances de la afectación al electo. La escandalosa impunidad prevaleciente en nuestro sistema de justicia solo es otro elemento para cuestionar el rigor y la prontitud frente a un funcionario o ciudadano incómodo, que conlleva una obscena parcialidad de la fiscalía y de la jueza.
Fundamento de la democracia es la legalidad. Su sustancia es el respeto al sufragio, la vigencia de los derechos ciudadanos y la coexistencia civilizada de los diferentes. La Ciudad de México siempre ha estado a la vanguardia del desarrollo político del país; la derrota en los comicios pasados ha llevado a sus gobernantes al retroceso, a la intolerancia al diferente, al abuso de la justicia penal para anular al otro, ejemplo de lo inaceptable.