La noche del 4 de octubre de 1582, millones de personas en Europa se fueron a dormir y al despertar el calendario marcaba 15 de octubre; la noche había durado 11 días. Pero detrás de este largo sueño no estuvo ninguna técnica hipnótica o los efectos de alguna droga que los pusiera a dormir por días. Lo que sucedió es que, impulsado por el Vaticano, empezó a funcionar el calendario gregoriano, un mecanismo diseñado por el astrónomo italiano Luigi Lilio que, con bases científicas, calculó el tiempo en que la Tierra completa el movimiento de traslación, ese que nos hace orbitar alrededor del Sol impulsados por la gravitación y que dura 365 días, 5 horas y 57 minutos.
Eso era un año y las horas adicionales, la razón por la que cada cuatro años añadimos a febrero un día, lo que llamamos año bisiesto. Atrás quedaba el uso que por más de mil 500 años se dio al calendario de Julio César o calendario Juliano implantado en el año 45 a. C. y que se popularizó en el vasto territorio del Imperio romano y luego, en todo el mundo conocido hasta esa fecha. Ese calendario se basaba en el supuesto de que un año tenía una duración de 365 y un 1/4 de día, aunque por un error de cálculo, cada año se desfasaba 11 minutos, y a lo largo de los siglos, lo llevó a quedar fuera de sincronía.
Antes de eso, en el mundo existían y aún siguen existiendo calendarios diseñados por civilizaciones y culturas como los egipcios, romanos, hebreos, babilónicos, chinos, mayas y árabes, que midieron el tiempo basándose en fenómenos solares, lunares y otros sucesos astronómicos y para fijar eventos como las cosechas o fiestas religiosas. Los pueblos antiguos ataron sus calendarios a los fenómenos naturales que podían observar con mayor facilidad como eran los cambios de estaciones.
Pero a la entrada en vigor del gregoriano, Italia, España, Portugal y otros países con fuertes raíces católicas lo adoptaron de inmediato y poco tiempo después, le siguieron naciones con influencias protestantes. En Gran Bretaña, siempre desconfiados de Roma, siguieron utilizando el calendario Juliano lo que los hizo diferir de los días y horas de Europa continental por once días, hasta que los británicos cambiaron el calendario en 1752.
Muchos años después, en 1873 lo hizo Japón y en 1918 al triunfo de la revolución bolchevique, Rusia hizo lo mismo. Pero una controversia que surgió por la utilización del calendario gregoriano, es que impuso como año cero, la fecha en que se por cree nació Jesús en Galilea, hace 2016 años. Pero esto fue aclarado a detalle por Johannes Kepler en 1614 en su obra «De Vero Anno quo Aeternus Dei Filius Humanam Naturam en el útero Benedictae Virginis Mariae assumpsit» (“En cuanto al verdadero Año en el que el “Hijo de Dios” asumió una naturaleza humana en el útero de la Virgen María”), en donde el científico alemán demostró que existe un error de cinco años, y que Jesús había nacido en el año 4 a. C, una conclusión universalmente aceptada, pero jamás aclarada por la Iglesia. Hoy el Tiempo se mide con relojes atómicos de tal exactitud y precisión que solo podría ocurrir el desfase de un segundo en un lapso de 30 mil años.
¿Pero qué es lo que miden los relojes y calendarios? Miden la noche más larga de la historia, uno de los mayores misterios de la naturaleza, algo invisible, tan solo una ilusión; algo que sabemos que está ahí pero que no podemos ver, sentir, o tocar. Es el tiempo, una especie de río cuyas aguas no se pueden tocar dos veces, porque el flujo que ha pasado nunca pasará de nuevo y son como dijo el escritor inglés Oscar Wilde, «Un mecanismo para recordarnos la simplicidad de nuestras vidas y que cada día y hora que pasa, es el aniversario de un acontecimiento sin interés».