La otra contienda

El interés de la elección de 2024 se centra en la presidencia. Los partidos, los medios y observadores de los asuntos públicos ponen su atención en la competencia presidencial. La realidad es que el primer domingo de junio se elegirán, además, senadores y diputados, nueve gobernadores, jefe de Gobierno y alcaldes de la Ciudad de México, la totalidad de los congresos locales y mil 580 ayuntamientos.

La elección de 2018, por la vía democrática, significó regresar al pasado del presidencialismo autoritario. El sometimiento del Congreso y la afinidad partidaria con el presidente de quienes prevalecieron en las elecciones concurrentes, permitió la reedición de aquello que había quedado atrás desde 1997. El populismo obradorista, como todos los que han surgido en el mundo, llegan al poder por la vía democrática y, desde allí, con mayor o menor acento alteran las bases del régimen representativo, porque su esencia es el rechazo a la pluralidad y a las libertades políticas al invocar el vínculo directo entre el pueblo bueno y el líder, su reencarnación y único exégeta.

El actual proceso político tiene un ciclo y un periodo terminal, que ocurre con la entrega del poder por parte del líder. De antemano se sabe que quien le suceda, aunque sea de su propio partido, significará un giro importante. Para bien y para mal, López Obrador es único e irrepetible. La fragilidad de los movimientos populistas radica en su dependencia en un líder, y el proceso político que conducen depende de su permanencia en el poder.

López Obrador habla de dar continuidad a la transformación que ha emprendido. Sus referencias privilegian a los programas sociales elevados a la Constitución con el aval de sus adversarios y, también, a las obras públicas, algunas de ellas asignadas a las fuerzas armadas en su operación a manera de garantizar su permanencia. En perspectiva, el cambio prometido es muy menor, y en temas sustantivos hay retroceso, incluso en materia de política pública social, seguridad pública, economía y no se diga ya en la lucha contra la corrupción. El baluarte del obradorismo son las intenciones y su escudo el exceso retórico pendenciero.

El proyecto populista se agota con la salida de López Obrador, pero deja un enorme vacío por el deterioro político, el desmantelamiento institucional, la pérdida de cuadros valiosos en la administración, la polarización y por su estilo de gobernar. El país será distinto y no hay marcha atrás. Repensar el futuro es el desafío mayor. Tema fundamental será el nuevo mapa de poder y, particularmente, si el país regresará a la condición de Gobierno dividido, es decir, cuando el presidente no tiene mayoría afín en el Congreso.

Por esta consideración la otra contienda, especialmente la elección de diputados y senadores, reviste la mayor importancia. López Obrador en 2024 va por todo: que sea uno de los suyos —por ahora Claudia Sheinbaum—, quien gane la presidencia; pero, asimismo, que tenga el poder de cambiar la Constitución para cumplir con el anhelo populista: alterar los términos de la representación política, como propone en su iniciativa de reforma política, que destruye la pluralidad en el Senado y la vuelve marginal en la Cámara de Diputados. El esquema va más allá: minar el régimen republicano de división de poderes y la constitucionalidad de los actos de Gobierno.

Desde ahora, el escenario que se perfila hacia 2024 es el del Gobierno dividido. La elección de 2021 fue un anticipo. A pesar de que Morena ha ido ganando Gobiernos locales, en las zonas densamente pobladas hay un proceso social de rechazo al oficialismo. No queda claro si es suficiente para una alternancia en la presidencia, aunque sí para un avance de la pluralidad y el retorno del Gobierno dividido. En esta circunstancia, el presidente apuesta a la polarización, recurso cada vez menos eficaz para construir mayoría y con un excesivo costo político y social para el país.

La otra contienda debiera estar en el centro de la atención de la oposición. Es el espacio natural de oportunidad y una meta alcanzable no por mérito partidario, sino por el grado de insatisfacción y descontento ciudadanos. Por tal consideración, surgirían nuevos términos en la relación del opositor con el poder; el acuerdo y la negociación serían la vía, virtuosa, si no es subvertida por el oportunismo, la corrupción y la extorsión.

Dificultades de la oposición

La oposición formal y la informal viven momentos difíciles y también circunstancias de privilegiada oportunidad. Sus dificultades no son de ahora y su deterioro se acentuó en la contienda de 2018. López Obrador prevaleció por mérito propio; sin embargo, su arrolladora mayoría se explica, primero, por los errores estratégicos del entonces grupo gobernante y, después, por el deseo del presidente de ganar impunidad ante el inminente triunfo del tabasqueño. De haber privilegiado la competencia, las derrotas del PRI y del PAN no hubieran sido de tales proporciones, tampoco hubiera arrollado el ahora presidente ni su partido hubiera tenido el dominio legislativo, especialmente en la Cámara de Diputados.

El mayor reto de la oposición es actuar en unidad. Las diferencias de proyecto político se atemperan ante la determinación del oficialismo de acabar con los adversarios y con la institucionalidad que permite una competencia justa por el voto, dirigida por autoridades independientes y con resultados convincentes para los contendientes y la misma sociedad. Como se revela de la iniciativa presidencial de reforma constitucional la amenaza no es sólo a la oposición, sino al sistema democrático, ya que dañaría por igual al INE, a la representación plural en el Congreso y al federalismo.

El rechazo al régimen crece en las clases urbanas, especialmente en las zonas densamente pobladas. Allí pierde fuerza y credibilidad la prédica presidencial; el impacto del deterioro económico y el de las instituciones sociales, particularmente las de la educación pública y las de salud, la persistencia de la violencia y la rampante corrupción crea y recrea el descontento, el mismo que ayer llevó al poder a López Obrador y a su movimiento y que ahora se le vuelve en su contra.

La oposición partidaria no es el elemento activo en la oposición al régimen. La marcha del 13 de noviembre o la radiografía de la elección de 2021 da indicios de una rebelión social contenida, en la que los partidos opositores pueden resultar beneficiados si se muestran como vehículos confiables para dar cauce al descontento.

El mayor problema de los partidos es la imagen de corruptos, que López Obrador entiende muy bien e insiste en ello. Ahora ha intentado darle caras y nombres a la protesta social resuelta a salir a la calle a expresar su rechazo al intento del régimen acabar con la institucionalidad democrática. La postura del presidente es maniquea, sobre todo, porque es evidente que el movimiento social opositor es de la sociedad civil, un tanto distante de la política convencional y sus personajes. Los partidos se suman y en no pocas ocasiones estorban; sin embargo, son indispensables porque la lucha se dirime en el Poder Legislativo y, en su momento, en los comicios.

Bien entendidas las cosas, la oposición formal ha sido beneficiaria de la oposición social, pero el encuentro es frágil y complicado, especialmente si no hay el cuidado para entender los términos de la relación donde el rechazo juega por igual contra el régimen que contra quienes en el pasado, por negligencia, frivolidad y corrupción, abonaron al descontento, a la polarización y al arribo al poder del proyecto populista de devastación institucional, deterioro social y de amenaza al sistema democrático. En todo esto debe tenerse presente el tránsito de la democracia partidista a la llamada democracia de las audiencias.

Tampoco puede darse por incólume la cohesión, la adhesión social por el presidente y por Morena, al menos en consideración de: primero, la definición de candidaturas en el ámbito nacional y local provocará fisuras que pueden volverse mayores. En Morena no existe sentido de lealtad al proyecto; el mayor incentivo para la unidad, como ocurrió con el PRI, es el poder y la certeza de triunfo, y perdiéndolo, casi todo se torna crítico. Si el saldo de las elecciones en 2023 es adverso al régimen, crearía las condiciones para una ruptura mayor. Por esta consideración, López Obrador sabe que debe construir la imagen de que el triunfo arrollador en 2024 es incuestionable.

Segundo, el ascendiente social de AMLO, 35% duros y 25% blandos, no se traslada con facilidad a su partido o a sus candidatos. El pésimo desempeño del Gobierno y la persistencia de los problemas que le llevaron al poder abren líneas de inimaginable controversia. El reto es la credibilidad; la apuesta, la sociedad civil, no la partidocracia y sus personeros.

Autor invitado.

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