Libertad amenazada

En 1646 John Milton, extraordinario humanista, poeta, ensayista e intelectual inglés, escribió su memorable Discurso acerca de la libertad de impresión, sin licencias, al Parlamento de Inglaterra. La obra, conocida hoy como areopagítica, en alusión al nombre que llevara el sumo tribunal ateniense que se reunía en el Areópago, una colina dedicada al dios de la guerra, y que servía a los jueces para juzgar delitos cometidos por ciudadanos atenienses.

En el Areópago, por ejemplo, fue juzgado el filósofo presocrático Protágoras, por sostener que el hombre era la medida de todas las cosas y expresar sus dudas respecto de la existencia de los dioses. Por ese acto fue sentenciado duramente y sus libros fueron destinados, sin más, a la hoguera.

En la obra ya referida, Milton evoca directamente el Areópago para rebatir una orden parlamentaria emitida el 14 de junio de 1643, que requería licencias para imprimir cualquier libro.

El trasfondo de esa ordenanza es la censura de una de las mayores libertades del ser humano y el más importante de sus derechos civiles: la libertad de expresión y comunicación de sus ideas en cualquier circunstancia sin que sea coartado el más mínimo de sus rasgos.

Ante el pleno del Parlamento inglés, Milton sostuvo una apasionada, como profunda, reflexión en torno a las implicaciones de dicha orden. Entre otras cosas dijo que la ordenanza tenía implicaciones de excusa para injuriar y perseguir a hombres honrados y laboriosos. Añadía el humanista que esa intención dictatorial provocaría un notable desaliento y paralización de la verdad pues mellaba las facultades en lo ya conocido sino acotando ulteriores descubrimientos que pudieran llevarse a cabo en sabiduría civil.

Cuando habló de libros, el humanista sostuvo su discurso en un nivel de exigencia extrema. Dijo que los libros no son cosas muertas, sino algo muy vivo pues contienen una potencia de vida que los hace tan activos como la inteligencia viviente que los engendró. Matar un libro es casi matar a un hombre. Quien mata a un hombre, quita la vida a una criatura racional; pero quien mata un libro, mata la razón misma.

Un libro —y eso mismo puede decirse de un artículo, una nota o un reportaje— es la preciada vitalísima sangre del espíritu magistral donde se originó.

Bueno, he dado todo este rodeo porque, lector como soy, me ocupo diariamente por atender los diarios y algunos otros medios que me permiten mantenerme informado. Pues bien, en esas actividades leo con atención la prensa de todos los días.

Y fue ahí, precisamente, donde encontré una nota casi perdida entre muchas otras más cuyo contenido aludía a algo que por años ha sido recurrente en México: somos primer lugar entre los países latinoamericanos con mayor riesgo para los periodistas a la hora de ejercer su función de informar. Eso decía la nota, que nuestro país cerraba el 2020 siendo el país más inseguro para los profesionales de la información.

Inevitablemente asocié esta nota con la obra de Milton, ya referida líneas arriba. La obra tan lejana en el tiempo resulta, sin embargo, de una actualidad y vigencia incuestionables.

¿Por qué?, me pregunté. La respuesta hay que rastrearla desde el pasado y, por supuesto, muy ligado a los estatutos políticos de aquellos años. El periodismo del siglo XIX se distinguió por una combatividad a toda prueba donde la crítica ocupó un lugar preponderante.

Sin concesiones, el periodismo de entonces mantenía un ojo crítico y un pensamiento agudo en torno a las realidades de su tiempo que proponía el discurso político. Hoy, esta herencia resulta insoslayable.

A pesar de que han cambiado los tiempos, en una parte del periodismo mexicano son vigentes esas mismas características que lo distinguen como valores esenciales de una práctica cotidiana que mantiene en alto, tanto la honorabilidad como la credibilidad de esta profesión.

Sólo reflexiono, no acuso, pero me parece que esa inseguridad, y peligrosidad, no es gratuita. Sexenio tras sexenio, el Estado mexicano ha sostenido una sutil práctica de acotamiento para la expresión de las ideas: otorgando dádivas, corrompiendo a las dirigencias de los medios informativos, premiando a los periodistas, arropándolos en los brazos del poder y, en casos particulares, la supresión de este derecho civil y esta importante libertad humana, a un costo muy alto para algunos: la vida.

Las dirigencias que han gobernado, y que gobiernan a México, no han entendido que la crítica es un privilegio de las democracias pues permiten ampliar los horizontes de visión en torno a los problemas que atañen a una sociedad.

Las intolerancias contra la libertad del individuo para expresar su pensamiento son históricas. Pero en ningún sexenio como en el presente, se había tenido una clara confrontación con los profesionales de esta actividad. El presidente de la república se ha vuelto un profesional del acotamiento de esta libertad, seguida después por el coro servil encabezado por el partido en el poder.

De ninguna manera digo que el presidente sea el culpable de que hoy ocupemos ese nada honroso sitio en la gráfica de los países peligrosos para el ejercicio del periodismo. Pero resulta claro que la continuada confrontación con la prensa y algunos periodistas, pudiera alentar la violencia con que los trabajadores del medio informativo se ven obligados a confrontar.

En ese ejercicio profesional de leer la prensa cotidiana, me he encontrado con artículos donde se hace una profunda reflexión en torno a problemas vitales para México y no he visto ni mala fe ni ofensas gratuitas; he testificado sobre reportajes que ofrecen un panorama objetivo de situaciones que se viven en el país; y, naturalmente, he revisado muchas notas del día informando creíblemente sobre los acontecimientos de hoy.

Cuando el presidente de la república, el rebaño a su servicio y la clientela que recibe la asistencia económica a cambio del futuro voto electoral, desoyen la voz del periodismo nacional y se confrontan abiertamente con esa conciencia que piensa, se cierra toda posibilidad de comprender que lo que está en juego no es la opinión distinta, sino la irrenunciable ejecutoria del hombre por alcanzar esa utopía llamada verdad que pasa por la libertad, sin que medie entre una y otra el permiso de una autoridad.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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