Mi madre y yo lo plantamos… mi árbol creció

Dedico este artículo, con mi sincera admiración, a la señora bióloga Eglantina Canales Gutiérrez, defensora incansable de la naturaleza y del medio ambiente.

Tengo la absoluta convicción de que cada vez que sembramos un árbol, sembramos junto con él un pedacito de esperanza (con miras a que la misma crezca) de que nuestro planeta continúe con vida. No soy pintor; pero si lo fuera no dudaría en pincelar un óleo o una acuarela, en la que personificaría a la Tierra como una Mater admirabilis que continúa estrechándonos dolorosamente entre sus brazos y amamantándonos con amor, al mismo tiempo que nosotros, sus hijos, le clavamos despiadadas puñaladas en un estúpido intento de terminar con ella.

Es una total insensatez, rayana en la imbecilidad, arrasar con los árboles y con la vida vegetal de esa amorosa madre nuestra que es la Tierra. No nos quepa la menor duda de que con la tala indiscriminada y criminal de árboles afectamos de alguna manera el orden del universo, al cual incuestionablemente pertenece nuestro planeta. «La raíz de los árboles y la de las estrellas es la misma», nos enseña hermosa y sabiamente la tradición de la tribu lacandona de la región de Nahá, en Chiapas, misma que luego nos estremece con la siguiente sentencia, si queremos un tanto metafórica pero igual de inquietante y conmovedora: «Cuando cae un árbol… ¡cae una estrella!».

Cierto: a todos nos resulta obvio que los árboles nos proporcionan oxígeno, belleza, salud y que nos hacen escuchar a veces pasmados, en los bosques, el soberbio ulular y resoplido del viento; pero tal vez nunca reflexionamos en que también nos hacen disfrutar de muchas otras cosas, pequeñas sí, pero igualmente grandiosas y admirables, de las que a veces no nos percatamos. Un breve ejemplo: sin los árboles y sin la vegetación no tendríamos luciérnagas… ni cigarras… ¡ni mariposas!

Todos nosotros, los seres vivos, somos una misma entidad con el universo: «aquella estrella y yo nos conocemos, ese árbol y esa flor son mis hermanos», nos dice bellamente Enrique Gonzáles y Martínez, a la vez que Manuel José Otón, espléndido pintor verbal de la naturaleza, nos invita a que no dejemos nunca de escuchar, más con nuestro espíritu que con nuestros oídos, el grandioso «Himno de los bosques».

Prestemos pues oídos a las enseñanzas sencillas pero profundas de nuestras tribus ancestrales, como la de la mencionada tradición lacandona en la región de Nahá, en Chiapas, la cual nos lleva a reflexionar, de manera humilde sí, pero siempre racional e inteligente, en esa unidad inefable e inconmensurable que llamamos «el universo» y de la cual formamos parte, cuando nos dice: Dios creó el cielo y lo sembró de estrellas…, creó la tierra… ¡y la sembró de árboles!

Tan simple como eso

Empezaré por confesar que, «allá por mi juventud», uno de mis más admirados ídolos lo fue el entonces presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy.

Con el transcurso del tiempo mi natural idealismo juvenil se fue gradualmente mesurando y a Kennedy lo ubiqué finalmente en su justa dimensión, es decir, la de un ser humano con virtudes y con defectos, con desatinos y con aciertos.

Sigo pensando, sin embargo, que políticamente Kennedy fue un hombre honesto y que de los discursos por él pronunciados en diversas ocasiones podemos extraer algunas de sus expresiones impregnadas de ideología social y democrática, las cuales resultan muy atinadas y relevantes aún en nuestros días, como lo es aquella que ha sido ya muy conocida en nuestro medio:

«Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, tampoco puede salvar a los pocos que son ricos». (Primer discurso presidencial).

Desde luego, a dicho respecto resulta imprescindible acatar que en un sistema político verdaderamente democrático se debe procurar el bien no sólo de los pobres, ni sólo el de los «ricos», sino el de ambos grupos sociales, detalle éste importantísimo en el que de hecho se cifra la verdadera justicia social y la verdadera democracia. A un sistema político que se empeñe en velar solamente por los pobres (¿por el pueblo?) no se le puede llamar «democrático»; pero a un sistema político que se empeñe en velar únicamente por los «ricos y pudientes»… ¡tampoco!

Tan simple como eso.

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