El proyecto político en el poder se mueve en tres ejes diferenciados: populismo, izquierda y autoritarismo. Para el prestigiado diario hispano El País, en su bienvenida a Claudia Sheinbaum como ganadora, considera un triunfo de la izquierda y hace propia la tesis del logro de combate a la pobreza y la derrota de la derecha. No deja de sorprender que el medio escrito más relevante de la transición democrática española no alcance a dimensionar las pulsiones autoritarias del proyecto obradorista. La propuesta del presidente al que admira y reconoce nada tienen que ver con lo que el diario reivindica, para empezar, su franca agresión a la libertad de expresión y su desdén a la legalidad.
Con razón, a un sector de los hispanos les aterra la ultraderecha que ha ido ganando terreno allá mismo y en muchas partes del mundo democrático. Ya recientemente el presidente de Argentina Javier Milei tuvo desplantes en España nada amables, una afrenta a los principios de la diplomacia y una infracción elemental a la civilidad y de respeto al jefe de Gobierno español. Si se consideran los valores de la democracia, el presidente de México tiene importantes afinidades con quienes los progresistas españoles ven como amenaza.
El triunfo arrollador de Morena no es de la democracia y menos de la izquierda. Los estándares que suscriben los proyectos progresistas no se asocian con la política de entregas monetarias indiscriminadas a amplios sectores de la población a cambio de su sumisión política, sino con su bienestar y la capacidad para acceder a mejores condiciones de vida y de ejercicio pleno de sus derechos. La devastación de los sistemas de salud y de educación públicos debieran ser suficientes para señalar distancia y advertir el daño profundo que se ocasiona a amplios sectores de la población, particularmente a los menos favorecidos. Lo mismo se puede decir de la militarización de la vida pública o de la postura respecto a las organizaciones civiles de las víctimas por la violencia criminal. México estaba mal antes del arribo al poder de López Obrador, ahora está considerablemente peor, con estadísticas de oprobio como son los asesinados por la delincuencia desbordada o por los cientos de miles que fallecieron por la criminal gestión de la pandemia. El uso político de la justicia criminal es propio de dictaduras. Hay temas que no tienen que ver con el prisma ideológico, sino con temas elementales de decencia política.
Muchos piensan que con el cambio de Gobierno habrá una conducta distinta respecto a la del presidente que ahora concluye, expectativa razonable y deseable. Habrá ajuste en las formas y modos, pero es un pecado de ingenuidad esperar giros fundamentales. No es asunto de personas, sino del proyecto y López Obrador y Sheinbaum suscriben el mismo paradigma en el ejercicio del poder, una propuesta autoritaria a partir de la exclusión de la pluralidad, eliminar la independencia judicial y el sistema que asegura elecciones confiables.
Sin duda sería deseable una mayor cuota de civilidad y de respeto al adversario o al independiente en los términos del mensaje después del triunfo de la candidata ganadora. Una buena señal que sea Juan Ramón de la Fuente el responsable de la transición. También lo sería una postura clara que se apartara de la polarización y de reencuentro con los partidos, el Poder judicial, intelectuales y líderes de opinión independientes. Las formas se agradecen, pero el tema de fondo es el proyecto, la determinación de acabar con las instituciones, principios y valores asociados a la democracia, que sus intelectuales orgánicos descalifican como ardid de los poderosos para mantener sus intereses a costa del pueblo.
En fin, no se puede esperar mucho de un proyecto que representa una amenaza frontal al sistema democrático, con el agravio insoslayable de que el proceso electoral previo a la jornada del domingo 2 de junio tuvo lugar al margen de la legalidad y de la razonable equidad. Los números de los votos dan legitimidad y expresan genuinamente la voluntad de la mayoría de los mexicanos, pero no deben desconocerse las irregularidades que hicieron del proceso una contienda injusta en extremo.
Es natural que al presidente López Obrador le haga feliz el desenlace de la elección. Pidió mucho y recibió más. Pero no puede soslayarse la no tan pequeña oposición, cuatro de diez, contención a la pretensión de tiranía de la mayoría.
Entre independientes y opositores
La derrota de los independientes y opositores es abrumadora. Sería un error participar de la actitud de señalar a quienes compitieron por lo que sucedió; asimismo, despreciar la capacidad del ganador para prevalecer y todavía menos culpar a la sociedad por optar por lo que se piensa que al país no le conviene. Buscar la trampa en los comicios no sólo es ocioso, sino contraproducente. Además, no asumir la derrota en todo lo que implica significa llevarla a cuestas.
La narrativa del obradorismo es convincente a los ojos de la mayoría. Vendió bien la descalificación del pasado a través de su transfiguración extrema recreando el rencor social que le dio para gobernar en el abuso de poder y con amplio consenso con la complacencia de las élites; la continuidad del proyecto fue la consecuencia. Los grandes fracasos de la administración —inseguridad, corrupción y deterioro de la calidad del Gobierno— han sido transferidos al régimen democrático y el resultado de la elección indica que se está de acuerdo. Se asume que la independencia de la Corte, el contrapeso de los órganos autónomos, la transparencia y la rendición de cuentas obstruyen al Gobierno que se quiere.
El mandato mayoritario inequívoco es acabar con la democracia que una minoría importante aprecia y está decidida a proteger y defender de la embestida autoritaria. La derrota electoral no debe llevar a la renuncia de lo que se quiere y cree; hoy más que siempre será necesario luchar con persistencia y determinación. Ya no es tarea de votos, la política habrá de transitar a los espacios de debate y del quehacer político.
La resistencia es lo de ahora. No es fácil porque requiere tiempo y es probable que el oficialismo obsequie a su líder moral la reforma constitucional por él impulsada antes de que abandone el cargo. ¿Qué hacer para defender la causa de la democracia cuando se ha fracasado hacerlo por la vía de los votos?, ¿la movilización es posible después del desgaste el proceso electoral?, ¿qué se puede hacer o decir que no se haya hecho?, ¿es legítimo disputar un proyecto que tiene el aval democrático?
Las respuestas obligan a pensar en dos planos: el de los valores o convicciones, que otorga el derecho de defender lo que es fundamental. Hay que partir de la premisa que no hay nada que pueda imponerse sobre los principios, ni votos ni decisiones legislativas. Debe quedar claro que los temas sustantivos son innegociables como es la libertad, la coexistencia de la diversidad y el rechazo a la discrecionalidad y al abuso de poder. La tiranía de la mayoría simple, absoluta o calificada es inaceptable como argumento en los temas de principio.
Otro plano es la estrategia que incluye alianzas, acuerdos y negociación hacia muchos frentes para que la amenaza al régimen democrático se advierta no como rechazo de algunos, sino como un curso de acción de resistencia que beneficia e involucra a muchos, incluso a quienes están en el ámbito de la coalición gobernante. El tamaño de Morena en el ámbito legislativo es de poco más de 40%, la minoría mayor. A partir de esa condición tendría el poder para alterar el sistema de representación para volverse mayoría calificada por sí mismo y en la próxima elección volver prescindibles a los partidos asociados, el PVEM y el PT.
En todos los planos o temas de la reforma constitucional propuesta por el presidente López Obrador hay ganadores y perdedores. Algunos no tienen sustento para lograr el objetivo que se pretende, por ejemplo, acabar con la autonomía de la Corte politizando el nombramiento de los juzgadores no sirve para mejorar la justicia y afecta prácticamente a todos, especialmente a quienes más requieren de certeza de derechos frente al poderoso, con frecuencia el poder discrecional del gobernante. Sí hay que cambiar el sistema de justicia, pero no para perder lo alcanzado y sí para abatir la impunidad, tema que involucra no sólo al poder judicial, sino a fiscalías y a los Gobiernos.
La oposición y su convergencia con los independientes tiene que trasladarse al terreno de la resistencia. Tarea que no puede darse en la resaca de una derrota que resultó considerablemente mayor y más profunda y trascendente de lo previsto. La lucha por el voto reactivó a una parte importante de la ciudadanía y la convergencia de voluntades otrora dispersas. Hoy más que siempre se requiere imaginación, visión y determinación.