Otis, la otra cara

Dos sucesos ajenos al control humano captaron la atención del país el mes pasado. Uno fue el eclipse solar anular del 14 de octubre y otro, el huracán Otis del 24. El primero, del cual todo el mundo estaba al tanto, causó admiración e hizo mirar al cielo, algo cada vez menos frecuente, pues la mirada se ha fijado en los dispositivos digitales en lugar de contemplar el infinito. El segundo se empezó a formar al sur de Guatemala y El Salvador y evolucionó hasta adquirir la categoría 5 y ser uno de los más devastadores. El número de muertos pudo haber sido mayor, debido a la intensidad y a la furia de los vientos, de hasta 270 kilómetros por hora, pero aun así los 48 registrados por las autoridades es un número elevado. Los habitantes de las zonas costeras y sísmicas, en este caso de Acapulco, están concienciados para afrontar los embates de la naturaleza.

Como ocurre siempre, máxime en tiempos electorales, lo primero que se hizo fue buscar culpables en vez de soluciones para mitigar los efectos y, en algunos casos, revertir las causas. Tanto las que intensifican fenómenos de este tipo (cambio climático) como el crecimiento anárquico de las ciudades. Los fraccionadores que lucran con la necesidad de vivienda y privilegian su interés por sobre la seguridad de las familias agravan el problema al edificar en zonas de riesgo colindantes con arroyos y ríos. En Guerrero y estados con la misma topografía, la codicia de políticos y empresarios permite asentamientos humanos en laderas y zonas de derrumbe.

La investigadora Elisa Domínguez y la periodista Claudia Juárez observan que la intensidad de Otis «al tocar tierra en la costa guerrerense tomó por sorpresa a los científicos del clima». Por tal razón, «los datos de los sistemas de vigilancia no anticiparon el riesgo de una fuerza destructiva que detonaría el desastre en Acapulco y las poblaciones cercanas, pérdidas humanas y materiales», explican en un texto publicado en Ciencia UNAM acerca del desafío que el huracán representa para la comunidad científica. Otis reabre la controversia sobre «cómo mejorar las estrategias de prevención de desastres», apunta Jorge Zavala, director del Instituto de Ciencias de la Atmósfera y Cambio Climático de la UNAM. Pues este tipo de fenómenos se repetirá con más frecuencia en virtud del calentamiento derivado de la emisión de gases de efecto invernadero como dióxido de carbono (CO2), metano (CH4 ) y otros.

Las fuerzas de la naturaleza no pueden contenerse ni aun en los países desarrollados. Así se vio en Estados Unidos con Katrina (28.08.05), el huracán más destructivo en lo que va del siglo. El número de muertos superó los mil 800 y los daños materiales rebasaron los 125 mil millones de dólares en varios estados, sobre todo en Luisiana. El fenómeno y las inundaciones generaron conflictos sociales por la reacción tardía de las autoridades federales y locales. El presidente George Bush vacacionaba en Texas. Dos días después, de regreso a Washington, sobrevoló las zonas arrasadas. Nadie podía predecir el desastre, declaró.

En este tipo de desgracias, como en cualquiera, los políticos siempre tratan de llevar agua a su molino. Dwight Whitney Morrow, embajador de Estados Unidos durante el Gobierno de Plutarco Elías Calles, a quien apoyó en la Guerra Cristera, advertía al respecto: «Si un partido político se atribuye el mérito de la lluvia, no debe extrañarse de que sus adversarios lo hagan culpable de la sequía». Los Gobiernos no deben tirar piedras sobre su propio tejado. El oportunismo político resulta deleznable. Es por ello que la mayoría se ha volcado en ayudar a los damnificados en vez de perder tiempo con debates insustanciales. La negligencia gubernamental, eso sí, siempre empeorará las cosas.

Vencer el derrotismo

Parece demencial, pero, a juzgar por ciertas actitudes y desplantes, en algunos sectores se esperaba que la pérdida de vidas humanas causada por Otis, el más potente huracán de la temporada, fuera mayor para alimentar la cultura necrófila que atenaza y de la cual cierto género de música, las redes sociales y los medios de comunicación son apologetas. De esa manera se habría podido culpar al presidente Andrés Manuel López Obrador por los muertos. Así de desesperados deben estar quienes, desde el principio del sexenio, auguraban todo tipo de catástrofes y un final apocalíptico, el cual, excepto para los fanáticos, no conviene a nadie. Tampoco es sensato creer que sin la 4T el país ya se habría desmoronado. La falta de equilibrios reflexivos sobre el Gobierno de la 4T favorece a su caudillo, quien por ahora, ha ganado la mayoría de las batallas.

Los huracanes Gilberto (1988) y Paulina (1997) provocaron la muerte de 318 y 300 personas, respectivamente. Los desastres ponen a prueba a los líderes políticos y a la sociedad civil. De su respuesta depende su futuro. En los terremotos de 1985, el Gobierno de Miguel de la Madrid, dirigido por tecnócratas, se atrincheró en Los Pinos. Solo el Ejército dio la cara. La ciudadanía se movilizó y suplió a las autoridades en la atención a las víctimas y el rescate de cuerpos sepultados entre los escombros. Tres años más tarde, el PRI estuvo a punto de perder la presidencia, aunque, para conservarla, recurrió al fraude. El Movimiento de 1968, la Masacre del Jueves de Corpus (1971) y los sismos abrieron cauces al cambio democrático en nuestro país.

La sociedad pasó de observadora a protagonista y con ese impulso puso fin al partido de Estado. La alternancia política en 2000 fue la suma de múltiples luchas sociales frente a un sistema cerrado y represivo. Los desafectos al régimen actual, representado por la 4T, esperan que el presidente López Obrador y su partido (Morena) paguen los costos de Otis en las elecciones generales del año próximo en las cuales se renovarán los poderes ejecutivo y legislativo. Sin duda puede haber castigo, no tanto por la forma como se manejó la emergencia, sino por la acumulación de errores y desaciertos de la administración federal, muchos y graves.

La crisis por el huracán en Guerrero no ha pasado aún, pero es peor —y será más duradera— la de seguridad. Los afectados exigen atención y sus protestas para reconstruir Acapulco han llegado hasta Palacio Nacional. Sin embargo, el Gobierno tiene una ruta y no se apartará de ella por presiones políticas o de otra índole. Lo hace atenido a la popularidad del presidente López Obrador, a la incapacidad de las oposiciones y a las preferencias por Morena para conservar el poder. Puede ser un error, pero la estrategia funcionó en otros momentos críticos y quizá este tampoco sea la excepción. Además, el puerto ha vuelto a dar señales de vida. «No nos fue tan mal», la expresión de AMLO indignó a sus detractores, pero la realidad es que, frente a la magnitud del fenómeno, fueron más las vidas salvadas. No por la acción del Gobierno, sino a pesar de ella. La Providencia hizo su parte.

La prioridad es que Guerrero regrese pronto a la normalidad en todos los sentidos. No a la impuesta por los carteles de la droga ni por Gobiernos incompetentes, sino a una que le permita resurgir de sus cenizas. Los mexicanos han vuelto a dar ejemplo de solidaridad, que en otras tragedias levantó de las ruinas al país. La miopía y rijosidad de los partidos y actores políticos no impide que México se abrace en la desgracia, pero también es preciso que el país se una y se conduzca con altura de miras. Solo así podrá vencer el derrotismo y avanzar en ambientes de justicia, paz y democracia.

Espacio 4

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