Patriotismo entre sueños y quebrantos

En la escuela nos enseñan —o intentan hacerlo— que el patriotismo está ligado al amor a la bandera, al himno nacional, al escudo, a cierta ideología y, si eres cubano, a la revolución. Debes compartir, asimismo, el repudio a un enemigo común y el desprecio hacia quienes no manifiestan los mismos sentimientos frente a esos iconos de adoración. En pocas palabras, por años el sistema educativo nos ha llevado de la mano en sentido contrario al que emana de la experiencia diaria, trocando la causa por su efecto.

Porque antes de idolatrar símbolos patrios, coincidimos en nuestros juegos infantiles —las bolas, un cuatro esquinas, montar chivichana—, degustamos los mismo platillos, nos peleamos detrás de la escuela, damos el primer beso bajo la sombra de un edificio o donde se pueda, ¿qué más da?, reímos por los chistes que ayer divirtieron a nuestros padres y abuelos, hasta sufrimos juntos por la telenovela de turno —la nacional, la brasileña—, pero sobre todas las cosas convergemos en nuestros sueños y nuestros rencores.

Entonces, quizás, un día al otro lado de las fronteras, cuando nos faltan la yuca y el arroz moro, nos percatamos que añorar esas experiencias comunes incentiva ese concepto extraño que los políticos llaman patriotismo, los académicos identidad y algunos migrantes, gorrión.

Y digo al otro lado de las fronteras porque mientras más lejos estés de tu tierra, más te convences de adónde perteneces. No son pocos los que pagan la búsqueda de su felicidad a precio del destierro. Así le sucedió a Jorge Soler y Cristóbal “N”, cubanos ambos, que escaparon de su país para ir tras el sueño americano.

El primero alcanzó la tierra prometida y selló, como beisbolista en las Grandes Ligas, la esperanza de millones de jóvenes que desde la mayor de las Antillas esperan su oportunidad por acceder a un futuro —no mejor, apenas futuro— que no les garantiza su Gobierno.

Según detalla la agencia Efe, el primer contrato de Soler fue por 30 millones de dólares con el equipo de los Cachorros de Chicago. Son muchos ceros para quienes, en Cuba, tienen que multiplicar por 25 pesos cada dólar al que aspiran si el cambio es oficial, sino el múltiplo cambia a 70 o más. Pero al margen de los millones, que para quien no tiene garantizado un plato de comida a la mesa, le da igual 30 que tres que uno, el jonronero cubano hizo historia el 2 de noviembre cuando su nuevo equipo —Bravos de Atlanta— ganó la Serie Mundial y a él lo coronaron como jugador más valioso.

Para Jorge Soler, sin duda, el sueño americano no es un mito ni tampoco un fatídico canto de sirena. Es una realidad y él ya la está viviendo.

Apenas dos días antes de esa coronación, el 31 de octubre, Cristóbal escribía una historia diferente. Él, junto a un grupo de migrantes que atravesaba México para llegar a Estados Unidos, huía de la Guardia Nacional. Era madrugada, se escucharon disparos y cuando los elementos de seguridad lograron detener el vehículo en que se trasladaban, el cuerpo del cubano yacía sin vida en la parte posterior.

Sus apellidos aún no se detallan. En tierra azteca la identidad del fallecido se protege con un rectángulo negro sobre los ojos en cualquier foto que se publique y el trueque de los apellidos por una anodina N. Si era González, Pérez o García, ya no importa. De Cristóbal N, entonces, algún medio de comunicación explicaría: «Originario de la República de Cuba, en su anatomía presentaba lesiones provocadas por arma de fuego» y eso es todo.

Para Cristóbal N, sin duda, el sueño americano nunca se materializó y no faltará el funcionario oportunista que utilice su sino para ahuyentar las ilusiones de algunos jóvenes. Con los más cobardes lo logrará.

En lo personal, ya no me tientan los millones de uno ni me amedrenta la muerte del otro. Me gusta imaginar que Jorge, cuando no era un millonario beisbolista de las Grandes Ligas, y Cristóbal, cuando de él todavía no se omitían sus dos apellidos, se conocieron en Cuba —sin verse jamás— y juntos, tomaron cerveza aguada en los carnavales, profirieron maldiciones cada vez que se iba la luz en el barrio, bailaron salsa, se quejaron del calor tanto en agosto como en febrero y, en silencio para ellos mismos o muy bajita la voz, entre familiares y amigos que de tan cercanos podían llamarse hermanos, dijeron «me voy pa’l carajo». Que carajo fue lo mismo que decir Estados Unidos, México, España, Rusia o Mozambique. Porque carajo, dicho así, suena a libertad con una pizca sabrosísima de esperanza.

Adivinar qué emociones inundaron las 235 libras de Jorge Soler, cuando ganó la Serie Mundial, es fácil de enumerar por la bandera cubana que se colgó a la espalda. El patriotismo estaba ahí —sin que ninguna escuela se lo endilgara— y con el patriotismo, la identidad, el orgullo, la yuca y hasta el arroz moro. Con Cristóbal es un poco más complicado. Recibir un balazo mortal no da margen para aplausos ni entrevistas, aunque aplausos merezca su esfuerzo y las entrevistas salgan sobrando. De cualquier manera, pienso y escribo —porque quiero regodearme en esta suerte de gozar de la expresión sin censura— que ni el dolor, ni el tiempo exiguo, ni la oscuridad de su última madrugada le impidieron a Cristóbal colorear sus pupilas de rojo, azul y blanco. Porque cubano murió. Y cubano libre.

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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