Sin librarse aún de la pandemia causada por el SARS-CoV-2 y sus variantes, el mundo puso un pie en la antesala de una nueva guerra entre Oriente y Occidente. El umbral no se cruzará, pues sería el Armagedón debido a la capacidad nuclear de las potencias involucradas en el conflicto entre Rusia y Ucrania, ninguna de las cuales lo hace desinteresadamente. El planeta ha sido puesto en vilo otra vez por un autócrata. Hoy es Vladímir Putin, formado en el terrible Comité para la Seguridad del Estado (KGB, por sus siglas en ruso) de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La agencia desapareció tras la disolución del bloque socialista en 1991.
Putin, como lo hizo su exhomólogo estadounidense Donald Trump, pretende devolver a su país la grandeza perdida sin importar los medios ni el costo humano. La retórica nacionalista enciende el fanatismo y, en este caso, la rivalidad entre los protagonistas de la Guerra Fría. La condena mundial y las represalias de Estados Unidos y la Unión Europea por la invasión y los ataques a la población civil han puesto contra las cuerdas al presidente de Rusia, cuya rudeza y afán expansionista tampoco mide fronteras políticas. Enemistado con Hillary Clinton, Putin fue acusado de intervenir en las elecciones estadounidenses de 2016 en favor de Trump. Lo mismo pudo haber pasado en varios países de América Latina.
El permanente coqueteo entre Putin y Trump, durante la gestión del republicano, y aun ahora, significó un riesgo constante para la democracia de Estados Unidos, la más longeva del planeta, pero en estos momentos no la más robusta. El ataque al Capitolio del año pasado, para impedir la declaratoria de Joe Biden como presidente, sacudió los cimientos del país y dividió a la población. Biden venció claramente a su rival [en sufragios populares (81 millones contra 72 millones) y en votos electorales (306-232)], pero el daño causado por el magnate, metido en mala hora a la política, ha sido mayor y duradero. La debilidad del jefe de la Casa Blanca envalentona a los seguidores de Trump, quien, por absurdo que parezca, es el favorito del Partido Republicano para las elecciones de 2024, las cuales, para aumentar la desazón, coincidirán con las de México.
Las dictaduras (incluso las disfrazadas de democracia) tarde o temprano sucumben, pero mientras duran provocan estragos y son fuente de conflicto en sus países y aun fuera de ellos. Putin llegó al poder interinamente en 1999 por la renuncia de Boris Yeltsin (primero en ser elegido), en cuyo Gobierno ocupó la Dirección Federal y la Secretaría del Consejo de Seguridad al mismo tiempo. Un año después ganó la presidencia casi con el 53% de los votos. Nombró como sucesor a un hombre de paja (Dmitri Medvédev) y en 2012 volvió al Kremlin para perpetuar la cleptocracia formada por oligarcas y su pandilla política.
El error de Occidente consistió en no haber parado a tiempo a Putin y en descuidar a países estratégicos desprendidos de la órbita soviética, como Ucrania. Hacer la vista gorda y anteponer sus intereses políticos y económicos fortaleció a Putin, quien obtuvo su cuarto mandato con el 76.6% de la votación. Rusia y Estados Unidos nombrarán presidente en 2024. Putin reformó la Constitución para poder reelegirse dos periodos más de seis años cada uno. De ganar, gobernaría hasta 2036. Rusia es la nación más grande del planeta y sus fronteras con Asia y Europa le otorgan un papel geopolítico de primer orden. Putin es un tirano, sí, pero dirigir una potencia nuclear y energética le permite desafiar al mundo. Los autócratas tampoco comen lumbre.